Este 20 de julio se fundió el sentimiento patrio con una clara sensación de inseguridad. La efeméride nacional se nos enredó con una suerte de síndrome agudo de incertidumbre. En la prensa, en la radio, en la televisión, en las redes sociales, se ponía de presente la necesidad de aumentar el pie de fuerza en distintas ciudades, para evitar los problemas que anunciaban por cuenta de los bloqueos y las protestas.
En el New York Times del 27 de mayo del presente año, se leyó la siguiente información: “Colombia se encuentra entre los países más desiguales del mundo. Un informe del 2018 de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico afirmó que se necesitarían once generaciones para que un colombiano pobre se acerque al ingreso medio de su sociedad, el número más alto entre treinta países investigados”.
La Asamblea Constituyente de 1991 no nació la víspera de su convocatoria. Quizás deba citarse como su primer antecedente la pequeña constituyente del presidente López Michelsen, convocada 15 años antes, para reformar la administración de justicia y el régimen territorial. Otro, puede ser la elección popular de alcaldes, aprobada en el gobierno del presidente Belisario Betancur. Incluso las múltiples quejas regionales por “el centralismo asfixiante” y un generalizado sentimiento de angustia ciudadana frente al narcotráfico y la violencia.
La primera constitución nacional de Colombia, adoptada en la Villa del Rosario de Cúcuta en 1821, se inscribe en un interesante proceso histórico que se inicia con el Colegio Electoral y Constituyente de Cundinamarca y concluye con las deliberaciones de la Convención de Ocaña en 1828. El primero redactó la Constitución de Cundinamarca en 1811, y la segunda terminó haciendo colapsar la Constitución de Cúcuta.
Felizmente un grupo de tolimenses está promoviendo reuniones con el propósito de intentar aproximaciones entre sectores que tienen visiones distintas sobre esta difícil situación que agobia al país. Es probable que exista idea similar en otros departamentos, pero las reuniones convocadas en el Tolima tienen origen en la sociedad civil.
Colombia padeció los narcocarteles más grandes del mundo cuya capacidad de penetración produjo una subcultura mafiosa que no desaparece. Los nombres de Pablo Escobar y Rodríguez Gacha daban la vuelta al planeta, como dejando constancia de que manejaban un país con instituciones de papel. Se hizo necesario relegitimarlas.
La administración de justicia y el funcionamiento de la seguridad ciudadana son dos temas básicos para cualquier persona en cualquier sitio del mundo. La vida cotidiana puede tornarse invivible, si no existen garantías mínimas tanto en materia de justicia como de seguridad.
Pocas horas después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el expresidente Darío Echandía formuló una pregunta histórica: El poder ¿para qué? Aquel día hubo toda una explosión política, cuyos protagonistas dieron rienda suelta a sus emociones, por encima de cualquier razonamiento. En medio de un clima de violencia creciente, que el gobierno estimuló desde el Estado, el poder se puso al servicio de la persecución a sus adversarios, de la politización de la fuerza pública, de un autoritarismo sin antecedentes en lo corrido de la centuria.
La expresión época de cambios, que solía tenerse por lugar común, se volvió una de las dos caras de la moneda que, por la otra, dice: “Cambio de época”. En la historia ha habido muchas más épocas de cambios que cambios de época. En aquellas, la política funciona como el arte de lo posible; en estas, como la ciencia del gobierno. En ambas, enseña no solo a manejar disensos, sino a construir consensos. El gran mensaje dejado por el siglo XX, y bastante mal asimilado por el siglo XXI, es que la política es el sustituto de la guerra.