En el homenaje nacional que se le rindiera, luego de que concluyeran las funciones de la asamblea redactora de la Constitución de 1991, el ‘cofrade mayor’, invocando las enseñanzas de aquel “enfant terrible” de los británicos, el nobel Bertrand Russell, recomendó a los asistentes reflexionar respecto de los sucesos que podrían acaecer después del deceso de cada uno de ellos, y mostrando su concordancia con la sugerencia del filósofo y matemático inglés, aconsejó hacerlo, pidiendo que todos pensaran en lo que iría a suceder luego de que su desaparición los privara de corroborarlo, para lo que les bastaba empinarse a atisbar el horizonte lejano y volar a través del tiempo y del espacio, trascendiéndose y “planeando hacia el infinito” en procura de otear el futuro, sin importar que tan distante se hallara este.
Ese fue Alfonso Palacio Rudas: un paisano que por igual se ocupó del pasado, como en efecto lo hizo, asumiendo la defensa a ultranza de la obra de gobierno de Alfonso López, “el viejo” y del Partido Liberal, en el que siempre militó; se desveló por el presente y sostuvo procelosa vigilia, soñando despierto sobre el futuro.
Un hombre del ayer, de hoy y del mañana, informado como el que más en cuanto lector implacable y preocupado de la suerte económica del país en general y de la industria cafetera en particular, consciente de que “Colombia es café o no es”, como en afortunada frase lo sentenciara de antaño el inolvidable ‘Ñito’ Restrepo.
Conocí a Palacio Rudas a la distancia, en los tiempos en que yo aún era un estudiante de Derecho en la Universidad Externado de Colombia, cuando fue invitado por aquella casa de estudios a pronunciar una docta conferencia sobre el “futuro económico”; años más tarde, tuve la oportunidad de ratificar y acrecentar mi admiración por su docto talento, cuando me convertí por varios lustros, en ocasional contertulio suyo y casual invitado a su casa-biblioteca, en virtud de haber sido yo, generosamente designado como miembro del Comité Departamental de Cafeteros del Tolima por sugerencia suya y de otro ilustre de la tierra, Rafael Parga Cortés, representantes a la sazón del Tolima ante el Comité Nacional del grano.
Y allí y desde entonces lo califiqué como un irrepetible ser humano, culto y permanentemente informado, sin que ello le afectara su sencillez, su simpatía y, sobre todo, su calidez, expresadas a través de un inteligente y ameno diálogo, siempre salpicado de anécdotas vinculadas a su tránsito activo por la política y su protagonismo en el mundo del café y la “crematística”.
Y pude entender plenamente su condición de ‘hermano mayor’ de aquella inefable “cofradía” que virtualmente fundara desde sus hebdomadarias columnas del diario El Espectador, para aquellos “que no tragaban entero”, pues su amplia versación en los más diversos temas, el conocimiento del país, de su economía y de sus gentes -sobre todo de su dirigencia-, hicieron de él un perfecto “escéptico” e “iconoclasta” en el mejor sentido de cada uno de estos términos.
Conocí a Palacio Rudas a la distancia, en los tiempos en que yo aún era un estudiante de Derecho en la Universidad Externado de Colombia, cuando fue invitado por aquella casa de estudios a pronunciar una docta conferencia sobre el “futuro económico”.
Credito
MANUEL JOSÉ ÁLVAREZ DIDYME-DÔME
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