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Un juego que nace como una derivación del rugby en la Inglaterra de mediados del siglo XIX. El rugby, a su vez, surge como una forma de ponerle fin a la creciente rivalidad entre estudiantes de las dos universidades emblemáticas del Reino Unido: Cambridge y Oxford. En efecto, luego de su fundación, Oxford en 1096 y Cambridge dos siglos después en 1209, empieza una rivalidad legendaria cuyo clímax era un enfrentamiento anual que dejaba varios muertos y decenas de heridos. Finalmente, el pragmatismo y racionalidad anglosajona se imponen y en uno de esos encuentros deciden ponerle reglas al tradicional encuentro; así nace el rugby, un juego violento, pero de caballeros. Pocos años después nace el fútbol que cambia fundamentalmente las reglas: el énfasis está en patear el balón y no en derribar al rival. Como ven, el origen del fútbol tiene raíces en la violencia, fue una manera de racionalizar un conflicto. Originalmente también estaba restringido a los caballeros y el pueblo solo podía disfrutarlo como espectador. Pero en el torneo de 1883 un equipo conformado por varios trabajadores logra derrotar al campeón. El público enloquece, se producen enfrentamientos y, al poco tiempo, se generaliza como un deporte practicado por el pueblo. Hoy en día, fácilmente moviliza a miles de millones de personas en el mundo, por eso su denominación como deporte rey. El fútbol profesional es un fenómeno social que ha sido estudiado en detalle por sus múltiples contradicciones. Sus reglas reducen al máximo la violencia entre los jugadores, pero genera comportamientos violentos entre sus seguidores. Si el equipo del alma gana el campeonato, la euforia desmedida deja un saldo de muertos; si pierde, la frustración generalizada tiene el mismo saldo. Los hinchas se enfrentan hasta con machetes, como vimos hace unos días en los noticieros de televisión. Las imágenes hacían recordar la serie histórica sobre los vikingos. El domingo pasado ganamos la tercera estrella, sin duda un hecho significativo para los seguidores del equipo pijao. Pero nuevamente la celebración fue inapropiada. Las imágenes por redes sociales muestran a cientos de personas aglomeradas, la gran mayoría sin tapabocas, acompañando durante varias horas al bus que llevó a los jugadores desde el aeropuerto al hotel. Esto sucedía justamente cuando Ibagué se encuentra en un pico ascendente de contagio que tiene en alerta roja a la red hospitalaria. Esta es la fase más dramática de una pandemia, cuando es necesario decidir quién puede vivir, no por razones médicas sino porque no hay recursos para atenderlo. La confusión de valores que vivimos nos impide balancear el impulso por la celebración individual con la solidaridad del cuidado de los demás. Estos y otros valores surgen y se arraigan desde pequeños y es precisamente el deporte un espacio ideal para su formación. La disciplina, la solidaridad, el trabajo en equipo, el jugar limpio y el respeto por las reglas son valores y principios que necesitamos cultivar. Cuanta falta nos hace la creación de una Escuela de formación en valores a través del deporte.
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