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El maestro Darío Echandía, quien fue hasta su muerte una conciencia moral del país, insistía en la urgencia de preservar los valores éticos y los principios jurídicos: “En política se pueden meter los pies, pero no se pueden meter las manos” exclamó en su momento.
Entre la clausura del Congreso por parte del gobierno, el 9 de noviembre de 1949, y el plebiscito aprobado el 1° de diciembre de 1957, los colombianos vivieron por fuera del Estado de Derecho. Fue casi una década de dictadura civil, primero, y militar luego. El Frente Nacional superó la Violencia del medio siglo y recuperó la democracia, pero hacia la mitad de los años setenta el régimen comenzó a cerrarse sobre sí mismo y terminó contaminado de corrupción e invadido por la subcultura del narcotráfico.
El centralismo asfixiante, la concentración económica, las falencias de la administración pública y de justicia produjeron escepticismo y deslegitimaron las instituciones. Se vivió un clima de incertidumbre sin precedentes, acentuada por un proteccionismo en las economías desarrolladas que afectó sensiblemente los flujos de exportaciones del mundo pobre, y por el crecimiento exagerado de la deuda externa de sus países. Los años ochenta se conocieron como los de la década perdida. El país estaba descuadernado.
La crisis cobró tales dimensiones que los colombianos interpelaron a su dirigencia. La situación se tornaba insostenible. Ese fue el origen de la Asamblea Constituyente de 1991. Un guerrillero, Oscar William Calvo del EPL, la sugirió. Fue la primera vez que un grupo insurgente expresó conformidad con soluciones propias del Estado de derecho. Por su parte, el sector privado del Tolima, en carta abierta al país, pidió la convocatoria de la Asamblea Constituyente y el movimiento estudiantil de la Séptima Papeleta se convirtió en el gran protagonista del inédito proceso.
Fue todo un propósito nacional. El ciudadano común se sintió en la obligación de evitar la disolución del país y, sobre todo, propiciar su recuperación ética, política, institucional. Era preciso encuadernarlo de nuevo. Algunos años antes un conocido dirigente gremial se había atrevido decir que “la economía está bien, pero el país está mal”. La frase denotó, para algunos, realismo político. A mí me pareció más bien cínica, pero hizo carrera. La nueva Constitución fue el gran remedio para la crisis. Las instituciones se legitimaron y el ciudadano común recuperó la confianza. El futuro podría construirse en términos que podían hacerlo mejor que el presente. La Carta del 91 encuadernó el país. Sin embargo, los gobiernos posteriores, desde entonces hasta hoy, lo desencuadernaron de nuevo. El escenario actual es peor que el de los años ochenta.
El país está, otra vez, desencuadernado y, sin embargo, lo que se preguntan algunos es ¿quién puede derrotar a Petro? Por Dios, si las cosas siguen como van no va a haber país para que gobierne Petro, ni para que gobierne nadie. Por lo tanto, la pregunta debe ser otra: ¿Quién puede sacar al país de una crisis sin precedentes, como ésta? Analizar el suceso de hace treinta años es un imperativo.
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