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A diferencia de Uruguay, que es una especie de pueblo trasplantado, Chile y Colombia son pueblos nuevos. Corresponden a una cultura blanca-mestiza, que se consolidó en medio de una importante presencia de etnias y culturas dispares. Chile no recibió inmigración europea en proporciones suficientes para hablar de trasplante poblacional. Lo mismo que en el noroeste argentino, los territorios de Chile estaban habitados por grupos indígenas con alta influencia de las culturas del altiplano andino.
En Chile y en Colombia, los pueblos originarios -que solían ser defendidos y bien tratados por los capellanes ibéricos- vieron en la independencia algunos cambios para empeorar. La nueva cosmovisión fue propiedad exclusiva de la cultura mayoritaria blanca-mestiza, hija legítima de la europea y, por lo mismo, excluyente con las comunidades aborígenes.
Según el diario El País de España, en Chile se libra un conflicto de generaciones más que uno entre derecha e izquierda. Quizá tampoco sea de generaciones sino de paradigmas. En Chile había cierto consenso político en que la Constitución debía cambiarse. Pero no para revertir los avances inscritos en el Estado de Derecho, sino para avanzar hacia el encuentro con la idea inclusiva de la unidad en la diferencia. Ese es un mensaje que no quieren entender las elites tradicionales, pero los pueblos emergentes tampoco. Aquellas pretenden que no ha pasado nada y estos que llegó su turno exclusivo. Ambas cosas son equivocadas.
Tanto en Chile como en Colombia -y probablemente en toda América- es necesario abrir diálogos para lograr acuerdos sobre lo fundamental. América está conformada por sociedades tan diversas que necesitan consensos para garantizar la gobernanza. La misma España sirve de ejemplo: Sus viejas expresiones formales propiciaron una sociedad tolerante en el medioevo. La transición española, en la segunda mitad del siglo XX, lograda con creces gracias a los Pactos de la Moncloa y al liderazgo de Adolfo Suárez, es aún mejor como muestra de consenso en medio de una sociedad plural, sembrada de múltiples amenazas. A veces parecería que los españoles de hoy olvidan esta lección maravillosa.
El paradigma del estado-nación cruza por tiempos difíciles. Surgió de una abstracción según la cual el destino de toda nación es el estado. Resultó falaz: dejó en el aire naciones sin estado y atiborró en un estado naciones diversas sembrando conflictos. El invento tuvo su apogeo en el siglo XX, pero hoy acusa factores de crisis. En el tránsito de los dos siglos se instaló un poderoso mundo “glocal” que obligó al estado-nación a reasignar funciones hacia arriba en beneficio de lo global y hacia abajo en favor de lo local/regional.
El resultado es la omnipresencia de una pluralidad social que venía siendo invisibilizada por el estado-nación. En América los estados-nación son patrias plurinacionales. Se trata de una realidad inocultable que desdibuja, por peligrosa, la vieja democracia de mayorías y fortalece, por necesaria, una nueva democracia de consenso. De lo contrario el Estado de derecho podría ver comprometido su futuro. Esa lección nos está dejando la política.
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