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Oleada que desató a su vez la exteriorización de un odio concentrado en el ser humano contra la historia y quienes erigieron desde el interior del tiempo, valores y poderes que poco han cambiado desde entonces. Las colonizaciones, por ejemplo, antiguas y modernas, que conllevan la humillación, los vejámenes más atroces y el sometimiento de los vencidos.
Esos valores y esos poderes se han perpetuado en las estatuas, que decoran las plazas del mundo y las casas y castillos señoriales, como símbolos de poder. Así, criminales y conquistadores depravados pasaron a la historia y se perpetuaron en monumentos, creando culto a la personalidad en muchos casos.
De ellas expresa desde Manizales el director de “Hoyos Editores”: “Con la estatua el hombre quiere elevar a la perpetuidad a un ser humano que estima como ejemplar. La estatua sería una especie de momificación en bronce o piedra ya que no se corrompe y sus valores simbólicos no los borrará el paso del tiempo. Erigir una estatua es visualizar un poder, una forma de pensar, una forma de sentir. Toda una idiosincrasia es colocada por encima de la gente”. (Pedro Felipe Hoyos Körbel)
Derrumbar una estatua simboliza dominar el poder que representa, destruirlo, afirmar la revancha que los del común expresan frente a cientos de años de abusos y barbarie del poder.
Pero sucede que detrás de cada estatua, cada monumento, ya en mármol o bronce (símbolos de perpetuidad) hay un artista que creó la imagen del agraciado (o desgraciado) y supo poner en juego sus conocimiento y su arte: el escultor.
Destruir una estatua también es una afrenta al escultor, ese artista con seguridad contratado para erigir ese símbolo de la sociedad.
Desde tiempos inmemoriales los dignatarios, ya de la realeza o de la iglesia, contratan a los mejores artistas para perpetuar su imagen. Sucede en la actualidad, cuando los gobiernos contratan escultores para erigir los bustos o las estatuas de los personajes que, según su criterio, merecen perpetuarse en las plazas públicas o en los salones del ejercicio cotidiano de la autoridad.
De esta manera, pienso que no hay un pueblo que no tenga esos símbolos en su haber.
Por eso creo que destruirlas no sea la mejor opción, aunque la furia popular es impredecible. Retirarlas de las áreas públicas y conservarlas en otros sitios, no solo permitiría preservar la memoria histórica, por lo que representaron, sino también el respeto por el artista, sus conocimientos, su estilo, su capacidad de creación e, incluso, su historia personal.
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