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He venido relatando varios encuentros que tuve con un habitante de la calle cuyo lugar de residencia queda cerca de la Universidad Autónoma de Manizales, en un sitio en medio de la vegetación que hay en lo que queda de montaña.
Luego de conocer su lugar de vivienda, un espacio en medio de la montaña, una cueva camuflada difícil de identificar, sentí una necesidad urgente de salir de allí, un peligro latente, por lo que le pedí regresar.
Iniciamos un descenso de unos 50 metros aproximadamente (tal vez más). Yo me encontraba un poco mejor ya que íbamos de regreso al lugar donde todo comenzó, al paradero de busetas que está ubicado frente a la glorieta de la Universidad Autónoma de Manizales, no el que está a un lado de la Torre del Saber sino el que está en frente de ésta; sin embargo, todo era un suspenso puesto que el regreso no era por la ruta que ya conocía sino por otra que se supone era la de salida y en cuya dirección nos movíamos montaña abajo.
Recordé que el personaje que me guiaba había hablado de unas personas que vivían en similares condiciones a las de él a unos metros más abajo de su ubicación, en una serie de cuevas que había en el sector y que muchas veces ni él mismo las había reconocido a simple vista, eran gentes que vivían como él, pero más locos –me había dicho- ¡gente de cuidado!, así es que consideré con temor la probabilidad de encontrárnoslos en el camino, por lo que mi expectativa se acrecentó.
La verdad, lo que sentí al visitar el cambuche de este hombre misterioso no fue nada agradable y entonces todo se había convertido en un antecedente de un devenir aterrador. Me vi en medio de uno de esos momentos de la infancia en que la mente y la imaginación comenzaban a fabricar datos de un suspenso que terminaba transformando cualquier palabra, sonido o figura, en una personificación del mismo terror.
La calma de la montaña, la densa vegetación, lo lejos que estábamos ya de la avenida, el misterio de mi acompañante y un destino desconocido del camino, hacían que todo se tornase sospechoso y suspensivo.
Seguimos descendiendo, despacio, prendidos de las ramas, y yo esquivaba las bocanadas de humo que me llegaban desde adelante, de ese cigarrillo barato que no huele a tabaco sino a papel plastificado quemándose; él hablaba cosas entre dientes mientras sujetaba su cigarro y yo no le entendía nada así que me tocaba preguntarle qué había acabado de decir, aún así no pude entenderle con nitidez.
Por un momento se me olvidó la tensión que llevaba, la expectativa y el misterio de mi acompañante y me concentré en el camino de regreso, hasta que de manera repentina nos topamos con un personaje aterrador que espero no volverme a encontrar en mi vida… era un hombre, creo, del que se esperaba cualquier arremetida, cualquier ataque. Fue increíble –ahora que lo pienso- que me sintiera frente a un ser que aún siendo humano, se veía salvaje. Su cara estaba quemada, no por el sol sino quemada por las llamas o por alguna sustancia química, pero ya cicatrizada, como si estuviera derretida; su pelo enredado le caía sobre parte del rostro; la tez era morena, sus ojos oscuros y una tétrica mirada que me embistió llenándome de miedo. Era diabólico, literalmente ¡Qué susto tan berraco!
Mi guía le expresó algo –entendí que era un saludo- y él emitió un sonido –¡no pudo haber sido una palabra!- que me puso la piel de gallina porque parecía de ultratumba. Yo seguí detrás de mi acompañante y al pasar cerca de él sentí su mirada inmóvil, psiquiátrica, y su pesada carga energética. Una descarga de adrenalina fue la que me ayudó a pasar ese tramo porque de lo contrario creo que no hubiera sido capaz. No volteé a mirar a dónde había quedado, a pesar que ya comenzábamos a ascender supongo que hacia la avenida. Tampoco expresé nada a mi compañero, cuidándome de no revelar mi fragilidad.
¡Por Dios! –pensé- esta parece una escena de Lovecraft. “¡Cómo lo vio! –me dijo “el rolo”, como le llaman a mi guía- ese tipo es como endemoniado, yo lo he visto halarse el pelo y tirarse a rodar por esa manga… ya le perdí el miedo, pero me cuido porque uno no sabe, por eso pongo trampas, pa’ que no me visiten de sorpresa…” ¿hay más como él? –le dije- “sé que más abajo hay otro pero si lo he visto dos veces en todo este tiempo ha sido mucho” –me respondió-.
Dejé más preguntas para después porque el aliento se agotaba. Llegamos a la Avenida. Ver el tráfico de los carros fue en ese momento lo más esperanzador para mí. Lo invité a tomar un tinto para poder conversar más tranquilamente o al menos fuera de su territorio. La entrevista que le hice a “el rolo” fue de lo más interesante, no sólo por el exotismo implícito en su modo de vida, sino porque su pensamiento, a pesar de todo, era el de un hombre que sabía muy bien lo que estaba haciendo… ese será mi tema para la próxima semana
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