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No todo lo que se le asigna como positivo a Colombia es cierto. La realidad de la nación registra situaciones de extrema gravedad, con efectos devastadores sobre el conjunto de sus habitantes. Quienes han gobernado no ha tenido voluntad, ni capacidad para promover soluciones a la medida de los problemas acumulados.
Mientras se habla de crecimiento económico los indicadores dan cuenta de la pobreza que lleva hasta el hambre y la muerte. Y en cuanto a democracia, el manejo que se hace de los recursos públicos pone en evidencia como los privilegios de unos pocos hacen imposible la satisfacción de necesidades básicas de la mayoría.
Desde la misma Organización de las Naciones Unidas se tiene la percepción, según la cual Colombia es de los países con mayor desigualdad social. De allí nacen el racismo, la exclusión, la discriminación de género y todos los otros adefesios propios de la sociedad clasista. Eso impide promover soluciones generalizadas y cuanto se hace lleva el sello hegemónico de los depredadores del poder.
Casi siempre las políticas oficiales le apuestan a la preservación de las ventajas que representan utilidades reducidas a los de la llamada “mezquina nómina”, como los designaba Alberto Lleras Camargo.
En los más de 200 años que tiene la República constituida tras la consolidación de la abolición del régimen colonial de España, no ha sido posible romper con la propiedad feudal de la tierra y este es uno de los factores generadores de la violencia recurrente. Es un nudo ciego, con el cual se ha condenado a los campesinos a la exclusión, al desplazamiento, a un destino de incertidumbre y de pobreza extrema. Es una especie de savia del conflicto armado surtido de atrocidades criminales, consentido por quienes se lucran de esa desgracia, oponiéndose siempre al principio de la función social de la propiedad, consignado en el programa liberal de gobierno de Alfonso López Pumarejo.
El balance correspondiente al manejo que se ha hecho de Colombia no deja bien librados a sus dirigentes. Ha sido una constante el predominio de las malas condiciones de vida de la población. Hay déficit en todo y ante tantas carencias acumuladas predomina la caprichosa consigna de que nada cambie, aun reconociendo el daño que implica no satisfacer las necesidades apremiantes de la gente.
Ni siquiera frente al flagelo de la violencia cede el negativismo de quienes se consideran dueños de la nación. Siempre están haciéndole oposición a las negociaciones de paz. Prefieren que el país se congestione de víctimas a la concertación de acuerdos entre los actores de la confrontación armada.
Ese mismo negativismo se aplica con respecto a todo lo demás. Lo que les importa es que nada cambie y por eso se montan las narrativas de descalificación a cualquiera iniciativa reformista que busque reconocer derechos y garantías, como debe ser en una democracia funcional.
A la sombra de ese negativismo Colombia ha acumulado situaciones de extrema gravedad, marcadas por la violencia, la corrupción, la impunidad, la violación de los derechos humanos, la estigmatización a quienes están del lado del cambio.
Pero hay que saltar por encima de los prejuicios y del oscurantismo de la derecha para consolidar la democracia en Colombia.
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