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El acto criminal de la muerte de Jaime Vásquez Giraldo hace parte de la situación de inseguridad y de violencia que acosa a la región. Es el predominio de los grupos armados ilegales dedicados a generar todas las atrocidades posibles. Algunos se surten financieramente en las fuentes el narcotráfico, o de los aportes de la corrupción. También cuentan con los réditos de la extorsión, del secuestro y de otras formas de despojo de los bienes de sus víctimas.
Pero el caso es la muerte de Jaime Vásquez, quien se dedicó a ejercer una especie de veeduría a algunos servidores públicos de la región. En esa cotidiana función daba cuenta de lo que para él eran conductas ilícitas. Y sin duda, aportó verdades, aunque no siempre consolidó pruebas definitivas que pudieran llevar a la judicialización de los acusados.
El trabajo de Jaime Vásquez como control ético a servidores públicos fue positivo porque era insistente su rechazo a la corrupción. Sin embargo, le faltó rigor y un lenguaje sin agresión. Con serenidad en la sustentación de sus denuncias hubiera tenido una travesía con mayor acierto.
De todas maneras, el asesinato consumado contra la vida de Jaime Vásquez es un acto atroz, como todos los que se han cometido contra líderes y lideresas sociales, defensores de los derechos humanos, periodistas, dirigentes de causas sociales, activistas de partidos políticos, campesinos, indígenas y afrodescendientes. Es una acción de intolerancia, contra la libertad de expresión y la democracia.
Corresponde a la justicia esclarecer los móviles del repudiable homicidio y sancionar a quienes resulten involucrados. Hay que romper la impunidad, con apoyo en la certeza de lo que realmente llevó a ese desatinado desenlace.
Con ese esclarecimiento se le pone freno a las especulaciones que han abundado, muchas con intención perversa de hacer señalamientos irresponsables.
Lo que sigue también debe ser la erradicación de la violencia en todas sus formas. Esta es una lucha sin pausa tendiente a construir la paz, con la desmovilización de los actores armados de las diferentes vertientes. Es una prioridad que no puede aplazarse. Tampoco se le pueden conceder gabelas a quienes pretenden oponerse a toda negociación que lleve a la terminación del conflicto armado, sin disidencias y sin vacíos que puedan dar lugar a la repetición de los horrores de la guerra.
La paz debe ser una causa colectiva, con abolición de odios y de todas las formas de envilecimiento de la existencia humana. La muerte impuesta a sangre y fuego o mediante otros suplicios no debe tener cabida. Decía con lucidez el escritor Stefan Zweig que “Ninguna guerra es santa, ninguna muerte es santa, sólo es santa la vida”. Lo expresaba como enseñanza para proteger la vida.
Cúcuta merece salir de las condiciones de violencia que le han impuesto los diferentes grupos armados. Hay que lograrlo a profundidad para proteger la vida de todos y que nunca más se repita esa marejada de muertes en que se perdieron tantas vidas, restándole humana fortaleza a la región.
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