La fiesta que no es

Da lástima y vergüenza que, en pleno Siglo XXI, algunos nieguen que las corridas de toros sean un acto cruel y que pretendan presentarlas como una expresión artística de unos valientes que arriesgan sus vidas para preservar una tradición centenaria. Tales argumentos no resisten el menor análisis.

Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra arte (del lat. ars, artis), significa “virtud, disposición y habilidad para hacer algo”. Esta es una definición un poco gaseosa, que se puede aplicar a muchas actividades. También dice el Drae que es una “manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”.

No creo que el toreo quepa en esta categoría. En otra acepción, nos dice que se trata de un “conjunto de preceptos y reglas necesarios para hacer bien algo”. En una corrida tales preceptos y reglas no son muy aplicables que digamos.


Y en un cuarto significado, el diccionario define arte como “maña, astucia”. Pueden ser estas las palabras que más se ajustan al sentido real de una actividad como la tauromaquia, que en ningún caso puede compararse con artes de verdad como la pintura, la música o la literatura, en las cuales la habilidad humana se usa para regocijar los sentidos, para exaltar la estética.


Los hechos de que los rehiletes estén forrados de colores; de que los atavíos de los toreros sean elaborados en finas telas y bordados en oro; o de que la muleta o los capotes sean muy vistosos, no son suficientes para que un acto en extremo salvaje se pueda llamar arte. Ese cuento de que “como todo arte, el del toreo no es comprendido por todo el mundo” es una infortunada justificación que no tiene asidero en la realidad.


En cuanto a la valentía del torero, no niego que se necesita tener cierto temple para enfrentar a un animal de 500 kilos, con sus afiladas astas, pero las estadísticas demuestran que es una lucha desigual, pese a las cogidas que ocasionalmente sufren los diestros. ¿Cuántos animales mueren cada año en las temporadas taurinas? ¿Y cuántos matadores quedan heridos o muertos? Las cifras no mienten: en la arena lo usual es que la sangre la ponga el toro.


Por otra parte, aunque se trate de un rito muy antiguo, esa no es razón suficiente para legitimar su práctica. En ciertas culturas la ablación genital de las mujeres es una tradición secular, tolerada por la comunidad y permitida por las autoridades; sin embargo, eso no la hace aceptable desde el punto de vista humanitario.


Aunque sé que se derramará mucha sangre inocente antes de que nuestra sociedad entre en razón, me parece no solo oportuno sino necesario el debate sobre la tal ‘fiesta’ brava. La discusión queda abierta.  


Credito
VLADDO

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