Hace unos años, nuestro escritor William Ospina publicó un texto denominado “Lo que le falta a Colombia”. Con la agudeza y deliciosa prosa que lo caracteriza, desnudó uno de los problemas que con mayor frecuencia aparece en la vida pública y privada de las personas: la falta de responsabilidad y de carácter.
Cuando a un funcionario público o de una empresa particular se le llama a que responda por algún tema que se considera no fue atendido con la diligencia que le correspondía, es muy usual que presente una larga disculpa, pero no que asuma la responsabilidad del hecho. Para él lo importante no sería encontrar solución al problema, tampoco corregir yerros cometidos, sino evitar un regaño o un llamado de atención presentando una buena disculpa. Al parecer la óptica para enfrentarse a una dificultad en el trabajo o en la vida cotidiana ha cambiado radicalmente y ahora lo único valioso es tener, a la mano, una disculpa. La más fácil e inmediata es echarle la culpa a otro…
Cuando en la calle ocurre un accidente de tránsito, lo común es que cada conductor se baje energúmeno de su vehículo pretendiendo culpar al otro. Es raro aceptar la culpa. Si hay muerto o herido, fue por la imprudencia de él que ocurrió el incidente. Cuando en un hospital o clínica un enfermo se complica por no recibir un medicamento, lo que abundan son las explicaciones, pero no las responsabilidades: que la enfermera se olvidó, que el médico de turno no formuló, que el de la farmacia no envió, que el del aseo no permitió entrar, que la familia no avisó, que el enfermo se estaba bañando o que no se deja, y un largo etcétera que facilita que el responsable quede indemne, más allá que el enfermo se recupere o no, porque para el caso es lo que menos importa.
El carácter es parte integral de la personalidad de los individuos. La responsabilidad hace parte del carácter. El padre de familia que hace las tareas a sus hijos para que tengan buenos resultados en sus colegios no está contribuyendo a forjarles una personalidad con responsabilidad. Existen muchos que, como dirían los abuelos, exigen a grito pelado que se entregue remedios para las enfermedades, pretendiendo ocultar su falta de gestión para prevenirlas. Otros exigen que se pavimenten las calles sin importarles sin las alcantarillas están en buen estado, presionando a funcionarios irresponsables para que apliquen una carpeta asfáltica sobre un terreno debilitado por las corrientes subterráneas de agua negras que dañarán, inexorablemente, el trabajo ejecutado sobre ellas.
La corrupción es el rostro de la irresponsabilidad. Hay corruptos que para disimular sus comportamientos y creyendo que así mitigan sus culpas espirituales, rezan, van a misa y a procesiones con cara compungida, invocan a Dios o a la Virgen cada minuto o tienen imágenes sagradas en sus salas u oficinas. Entienden mal el mensaje divino. Ellos no aman al prójimo, sino el dinero del prójimo. Su verdadera responsabilidad es con su propio bolsillo, nunca con los demás. Por eso quedan las obras mal hechas y los corruptos millonarios.
Si cada uno asume sus propias responsabilidades, sin disculpas, y las cumple a cabalidad, estaríamos dando el primer paso, firme y decidido, para transformar nuestro país, nuestra región, nuestra ciudad y nuestra misma vida.
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