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Nadie que siga aunque sea ocasionalmente las noticias puede afirmar honestamente que es un fenómeno nuevo, ni local, ni producto exclusivo del espectro ideológico del gobierno de turno. En Brasil, por ejemplo, acusan al derechista Bolsonaro de intentar legalizar la enorme invasión de tierras que se ha dado durante su mandato. Ni siquiera cabe la estigmatización social sobre una situación que no es exclusividad de indígenas, comunidades afro o campesinos pobres, pues hasta el expresidente Uribe tuvo que devolver hace poco una tierra que al parecer pertenecía a la nación.
La construcción artificial de este nuevo miedo anuncia en titulares que “casos de invasiones a propiedad privada se extienden a ciudades” (El Tiempo, 26 de septiembre). Pero decenas de barrios, buena parte del crecimiento de Bogotá, sede de dicho periódico, han sido producto de invasiones que poco a poco fueron encontrando una ruta para su legalización.
Hace un par de años, la Universidad Externado de Colombia publicó “Lecturas sobre Derecho de Tierras” cuatro sendos volúmenes que analizan la situación, incluyendo por supuesto el de la concentración de la propiedad rural, el de las invasiones de tierra y la extensa normativa colombiana sobre el tema, desde la que defiende el derecho a la propiedad y las acciones de restitución, hasta las tutelas y sentencias recientes que han ganado los invasores. Parte de los acuerdos de Paz, la menos cumplida, es sobre la tierra. Los textos recientes de la Comisión de la Verdad, entre testimonios de desalojos y desplazamiento forzado mencionan profusamente el conflicto sobre la tierra. En la biblioteca de mi casa, heredada en parte de mi padre, el problema de tierras en Colombia ocupa un par de metros. Así de viejo, extenso y estudiado es este tema no resuelto.
Entonces, ¿qué es lo nuevo?, ¿qué hay detrás de todo esto? Lo nuevo es que Colombia eligió un gobierno que anuncia meterle finalmente el diente a este dilema mayúsculo, histórico, gigante, que nadie ha querido asumir plenamente, pues en él se enfrentan todas las fuerzas vivas de la nación. Así que, al primer anuncio de alguna clase de reforma agraria, se prenden todas las alarmas, cobran valor superlativo las ocupaciones ilegales, gritan expropiación, la palabra que más temen los expropiadores, y los terratenientes asumen posición de víctima, mientras los de siempre se suben armados a sus camionetas blancas, dispuestos a defender lo que tanta sangre les costó adquirir.
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