Esta semana se le dio un duro golpe a la confianza inversionista en Ibagué con la expedición del decreto 566 de 2017, que pone en jaque el desarrollo urbanístico de la ciudad.
Un decreto de estas características podría llegar a tener, incluso, más efectos positivos en otras ciudades que en Ibagué. Así como en su momento ocurrió en Bogotá, cuando varios constructores salieron corriendo y se instalaron con sus proyectos en Ibagué, Manizales, Villavicencio y otras ciudades del país.
Decisiones como las del decreto 566 ponen en peligro la reputación de la ciudad frente al sector privado y frente al país en general.
¡Construyamos confianza! No tiene sentido, por ejemplo, poner en el ojo del huracán a los acueductos comunitarios, cuando la realidad de la ciudad es que no se hubiera podido desarrollar como está hoy en día, si no fuera porque varias comunidades se organizaron para autoabastecerse de agua ante la imposibilidad del municipio para hacerlo.
En lo que tiene que ver con las licencias urbanísticas, además del debate legal que suscitó el decreto y que posiblemente terminará en los estrados judiciales, lo cierto es que agregar requisitos para expedir una licencia desde lo local y generar incertidumbre con respecto de las licencias ya otorgadas resulta totalmente inconveniente y le da un tinte ‘dictatorial’ al decreto.
Colombia es un Estado de derecho, de ahí que la Corte Constitucional se haya pronunciado sobre principios tan importantes como la ‘confianza legítima’ y la ‘buena fe’. Dos principios mayores.
Cuando el máximo tribunal se refiere a ‘confianza legítima’ es porque precisamente “el ciudadano debe poder evolucionar en un medio jurídico estable y previsible, en el cual pueda confiar”.
Es claro para la Corte que no se trata de amparar derechos adquiridos, sino de proteger al particular “frente a cambios bruscos e inesperados efectuados por las autoridades públicas”.
Así las cosas, complementa la doctrina constitucional en el mismo sentido: “No se trata, por tanto, de lesionar o vulnerar derechos adquiridos, sino tan solo de amparar unas expectativas válidas que los particulares se habían hecho con base en acciones u omisiones estatales prolongadas en el tiempo, bien sea que se trate de comportamientos activos o pasivos de la administración pública, regulaciones legales o interpretaciones de las normas jurídicas”.
Y en lo que respecta a la buena fe, este principio “incorpora el valor ético de la confianza y significa que el hombre cree y confía que una declaración de voluntades surtirá, en un caso concreto, sus efectos usuales, es decir, los mismos que ordinaria y normalmente ha producido en casos análogos”.
Me niego a creer que este decreto tenga nombre y apellido. Sería tanto como volver a las épocas en que se tomaban decisiones desde el Estado con apariencia general, pero para beneficiar, atacar o hacer un ‘cruce de cuentas’ con una determinada persona.
Pero también me niego a creer que una administración seria no sea capaz de rectificar una norma tan infortunada que lesiona la confianza en la ciudad.
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