No anda bien la Administración de Justicia en Colombia. No es que se esté descubriendo el agua tibia. No es un mal de ahora. Tampoco ese diagnóstico proviene solamente del bochornoso episodio de Paloquemao en Bogotá que involucra a jueces y aliados suyos en gestiones que buscaban acomodar las decisiones judiciales a favorecimientos que les proporcionaban utilidades millonarias.
No. Hace pocos años, en el mandato de Uribe, la Corte Suprema de Justicia estuvo acosada por falacias orquestadas desde la Casa de Nariño. Varios de los actos del Consejo Superior de la Judicatura dejan más de una sospecha negativa y causan alarma generalizada. El llamado carrusel de las pensiones en ese organismo fue motivo de escándalo y de investigaciones. Por estos días, allí mismo, se ventila el caso del magistrado Henry Villarraga, que lo pone en la picota pública. En el Consejo de Estado también hay señales inquietantes por las dudas que generan algunos fallos o el manejo de ciertos procesos. Están igualmente los casos de predominio de los testigos falsos para promover expedientes en contra de inocentes, con la privación de su libertad y todas las secuelas de perturbación que de esas maniobras resultan. Al mismo tiempo cuenta la impunidad, que se impone por la vía de las influencias personales, del soborno, del intencional vencimiento de términos o de complicidades compartidas entre abogados y funcionarios ajenos a todo escrúpulo, opuestos siempre a cualquier noción de la ética. Para la Corte Constitucional fue escogido un Magistrado con perniciosos antecedentes. Y además, los órganos de control, desde la propia Procuraduría, permiten todos los desatinos de las entidades que están bajo su vigilancia. Y es ya crónica la falta de resultados en la Comisión de Acusaciones de la Cámara en los casos que le corresponde investigar. Es una cadena alargada hecha de eslabones deleznables como para prevaricar.
Eso se ha dejado agudizar aun el reconocimiento de su impacto desastroso. La reforma de hace dos años fracasó por las presiones que le restaron legitimidad, la desacreditaron, la hicieron inviable y la enterraron.
Cabe advertir que la crisis tiene una onda expansiva de muy graves implicaciones. La corrupción, por ejemplo. Los delincuentes en todas las escalas aprovechan ese vacío para ampliar sus tráficos y burlar la autoridad.
El resultado del balance sobre la falta de justicia en Colombia es alarmante. Es un mal cotidiano. Se materializa cuando ‘los de ruana’ no son escuchados en las instancias encargadas de velar por sus derechos. Cuando en los procesos laborales los que se imponen son los de arriba. Cuando todos los recursos se acomodan para proteger al que más tiene. Cuando los campesinos pobres son desarraigados por los ricos a punta de pistola. Cuando en vez del tratamiento de la protesta social mediante políticas adecuadas a las solicitudes planteadas se acude a la represión. Cuando se aplica ´la Ley del más fuerte´ o se le cede espacio a ´la Justicia con mano propia´. Todo ese caudal de distorsiones va en detrimento de la convivencia, de la equidad y de la dinámica institucional.
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