La semana anterior al 16 de diciembre se iniciaba la organización del pesebre, que ocupaba, casi siempre, la sala de la casa. Ese oficio lo hacíamos con mis hermanos y algunos amiguitos.
Ustedes se encargan de armar el pueblito, usted organiza los soldaditos de plomo, el corralito para los curíes, el nevado con el río y el lago; después les digo en que me basaba para darle forma al nevado, el establo para el nacimiento del niño, el cerco de piedra para el corral de las ovejas, el trapiche .. y trabajábamos ensayando villancicos y comiendo buñuelos hasta dejar todo listo para el 16, día en que nos tocaba salir con bandejas, cubiertas por una telita tejida, a llevarle a los vecinos los buñuelos, la natilla y el dulce de siete sabores, como se acostumbraba en la época.
Claro que el día anterior nos turnábamos para ayudarle a la abuela en la molida del maíz, la preparación de la colada y en la batida de la natilla en la paila de cobre. Nos encantaba la batida, larga y cansona, porque después de poner la natilla en los platos y demás vasijas, nos dejaban raspar la paila. Pocas cosas tan ricas como raspar la paila con los dedos para comer los sobrantes de natilla tibia.
Después de regresar con las bandejas, salíamos a apostar aguinaldos, que todos los jugaban y algunos utilizaban disfraces. Veo a Magdalena Giraldo ayudándonos a disfrazar o aconsejándonos para que ganáramos los aguinaldos, desde esa época y con cariño siempre la llamé Tía. A la novena llegaban compañeras y compañeros de escuela y otros amigos. Los villancicos se acompañaban con maracas, de vez en cuando una dulzaina y el aro de alambre con tapas de envase de gaseosa producida por don Roberto Restrepo. Después buñuelos y natillas para salir a la calle a prender las luces, los volcanes, los totes y los buscaniguas.
Un rato de juegos y para la casa. Toda la semana con el mismo ritual esperando el 24 con acostada muy temprano. Como me ganaba unos centavos barriendo el café de un compadre de mi papá y limpiando sus mesas de billar, me dio por pedirle al Niño Dios una mesita de billar y al despertarme encontré, debajo de la almohada, una ruana y un par de zapatos. Me imaginé que el Niño Dios se había equivocado, revolqué la pieza y nada. Recorrí en silencio todas las piezas y nada. Hasta el zarzo fui a parar y nada. Quedé muy bravo con el Niño Dios pero no sabía cómo manifestar mi disgusto.
Mejor espero, pensé, hasta el año entrante que a lo mejor se le olvidó. Esta vez me acosté más temprano que todos y cuando se fue la luz, que la quitaban a las 11:00 de la noche, me tapé la cara con al ruana a esperar la llegada del Niño Dios. De pronto se abrió lentamente la puerta y sin que se vieran luces celestiales, entra mi papá en calzoncillos de amarrar en el dedo gordo y suavemente levanta mi almohada para dejarme un regalo envuelto en papel de navidad.
¡Feliz Navidad para todos!
Uno de mis mejores recuerdos de infancia es la celebración de Navidad en Santa Chava, cuando la ciudad no contaba con metro ni teleférico.
Credito
HECTOR GALEANO ARBELAEZ.
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