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Los gobernantes y las élites, sin embargo, piensan que el país es homogéneo. Como si fuesen lo mismo las desérticas llanuras de La Guajira que la sabana cundi-boyacense o la fluvial Vichada, han pretendido que la geografía se adapte a la ley, en lugar de hacer leyes adaptadas a la geografía. El resultado es dramático: un desarrollo territorial injustamente desigual y un Estado que no funciona.
Colombia tiene 1.122 municipios. El ex ministro Juan Carlos Echeverry afirma que la producción económica con alto valor agregado sucede sólo en 49 municipios, los cuales son relativamente prósperos, pero que en el resto no sucede nada importante, desde la perspectiva económica. Tenemos regiones con realidades socioeconómicas marcadamente desiguales. Municipios con un nivel de desarrollo aceptable, en los cuales menos del 10% de los hogares son pobres, y otros en los que lo son más del 90% de las familias, según datos de 2018. La pandemia profundizó esta brecha y el porcentaje de pobres en algunos municipios es de más del 90%. La desigualdad social comienza por el lugar en donde se nace. Basta mirar los indicadores de mortalidad infantil, desnutrición, analfabetismo, escolaridad, desempleo y pobreza para comprobarlo. Millones de personas nacen en el lugar equivocado, por eso lo único que pueden hacer es migrar. Quedarse a vivir en donde nacen, es morir en vida. Su existencia transcurre al margen de posibilidades de progreso y sin poder desarrollar un proyecto de vida acorde con sus sueños, es como vivir en un estado vegetativo. Así de triste es Colombia. En síntesis: la geografía hizo un país de regiones, pero el centralismo construyó un país de ciudades.
Para mayor desgracia, en amplias esas zonas atrasadas, el Estado es una ficción, brilla por su ausencia. No hay Estado y tampoco mercado. Por eso el territorio queda al garete, a merced de grupos irregulares armados y de mafias politiqueras que ven en la ausencia estatal la ocasión para hacer negocios ilícitos, llámense tráfico de drogas, armas o animales, contrabando, minería ilegal, tala de árboles o el normalizado apoderamiento de los recursos públicos. Esta es la tragedia de la llamada ‘periferia’. Es la situación de Chocó, de La Guajira, de Tibú, de Arauca, de Cauca, de Nariño, de Putumayo, en fin… El abominado proceso de paz con las Farc identificó 170 municipios con la peor situación en materia de infraestructura y la mayor participación de actividades ilegales. El modelo que ha producido esta desgracia se llama centralismo, el régimen impuesto en con la constitución de Núñez, con ligeros y frustrados retoques descentralizadores. La Asamblea Constituyente de 1991 quiso corregir esta anomalía y consagró la Autonomía Territorial, en un intento por limar los colmillos al monstruo. Sin embargo, las mentalidades centralistas frenaron dicho proceso con desarrollos normativos y jurisprudenciales, y en las últimas dos décadas presenciamos una tendencia claramente re-centralizadora. Se insiste, obtusamente, en mantener un modelo fracasado.
Es tiempo de ponerle coto a esta absurda y patética situación. Mientras no tengamos prosperidad en las regiones no solucionaremos ninguno de los problemas estructurales que hoy padecemos. Es el centralismo, ¡estúpidos!
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