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Para poder transitar hacia un Estado en el que se garantice la paz como derecho fundamental, los hechos de esta semana deben producirnos repudio y reflexión. Más allá de si la paz es total, solo podrá ser auténtica si los colombianos desenmascaramos a los responsables.
Los ecuatorianos capturaron a seis colombianos integrantes de la banda a la que se le atribuye el asesinato del candidato Villavicencio. ¡Cuánta pena! La tragedia y el luto de nuestros vecinos se consumó con el disparo de un connacional, mercenario entrenado por la dura experiencia del conflicto armado que aún sufrimos con vehemencia. La escalada de inseguridad de los territorios luego del meritorio proceso de paz con las Farc ha desbordado nuevamente nuestras fronteras. Los hechos ocurren dos años después de que un grupo de mercenarios colombianos se ocupara del magnicidio del presidente de Haití Jovenel Moïse.
¿Pero a qué podemos atribuir la producción de estos delitos que atentan contra el principio democrático? El narcotráfico y la corrupción, dos de los flagelos que atormentan la historia de los latinoamericanos, son la exteriorización de la misma causa criminal de los magnicidas. Las razones para actuar de los autores y cómplices de este tipo de conductas desconocen al otro, silencian sus mensajes y pretenden conservar las condiciones socioculturales que les otorgan privilegios por encima de los intereses de los demás.
La fuerza pública y el derecho penal previenen y reprenden estas intenciones. Sin embargo, por regla general, no están orientados a combatir sus causas: la desbocada desigualdad que nos apena en la OCDE, las escasas oportunidades que ofrece nuestra economía, la falta de reconocimiento de la experiencia de un inmenso sector de la población y los traumas del desplazamiento, el secuestro y la guerra. No habrá paz mientras no cambiemos el contexto que da lugar a esta moral.
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