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Quienes pensamos en ella como nuestro principal asiento y el de nuestras familias y el lugar en donde podría discurrir la parte esencial de nuestras vidas, lo hicimos creyendo que eran más las ventajas que sus desventajas que ofrecía frente a otras urbes.
Para entonces su población apenas si llegaba a los trescientos mil habitantes, sus servicios públicos, aunque defectuosos no eran del todo malos, al igual que sus sistemas de salud y educación.
Sus pocas falencias eran suplidas en exceso por su grato clima y el trato que dispensaba la gente amable y cordial que la habitaba, en un entorno que, frente al desgreño de hoy, no vacilo en llamar bastante mejor, no obstante que por la época la región apenas estaba saliendo de un dramático estado de violencia, semejante al que hoy viven algunas regiones del país a causa del narcotráfico.
Pero la ciudad debido a la sucesión de malas administraciones y a un exceso de tolerancia, entró en un paulatino deterioro físico y social, frente al cual sus habitantes no reaccionamos en oportunidad, hasta llegar al caos y desorden que hoy presenta, dignos de reseñarse en cualquier antología de lo insólito, afectando las labores que requieren orden y disciplina social, pero poco o nada se hace para lograrlas.
Baste señalar el deterioro vial que padece, el cual se evidencia en sus calles y escasas avenidas, produciendo demoras, desviaciones y trancones, frente a lo cual todos callamos, aún quienes a diario lo sufren y padecen en grado sumo ante el desgaste y los desperfectos mecánicos de sus automotores.
A lo que se añade un anarquizado tráfico, en el que cada quién se comporta como le viene en gana, sin que nadie eduque, reprima y controle, pues ciclistas, motos y carretas circulan por andenes o en contravía, taxis y buses del servicio público y hasta particulares, violan semáforos, transgreden las normas de circulación, pitan y agreden, todo en presencia de una autoridad que prefiere “no hacer nada al respecto”.
Igual a lo que sucede con el control a mendigos, raponeros y toda suerte de vendedores ambulantes, de los cuales se saturó la ciudad, sin que de todo ello podamos culpar de modo exclusivo a una recesión incentivada por el coronavirus.
Pero no podemos resignarnos a vivir en lamentación perpetua, porque la vida tiene que continuar, así sea con la escasez que nos afecta, pero con el deseo de habitar en una urbe mejor y por supuesto, más optimista, sin esperar a tener “con qué”, o a que alguien nos traiga “fórmulas” extraídas de un ajeno y privilegiado magín.
Frente a tal estado de cosas, hay que decidirse a encarar las dificultades, pero ya, con ganas y voluntad política, sin aguardar a “una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Porque no se requiere de gran ingenio y sutil perspicacia, para advertir que el atraso que nos afecta deviene del desgreño y la indisciplina ciudadana, aunados a la falta de capacidad de la administración para resolverlos.
Lo que se necesita son gobernantes que “vibren menos” y convoquen, llamen, inviten y lleven a los habitantes de este “musical villorrio” a cambiar de actitud, a mejorar y cuidar lo suyo, su barrio, su andén, su calle, su casa, su entorno, en fin a colaborar en el mejor-estar colectivo, junto a mucha educación cívica y eficaces actos de gobierno que generen disciplina social y orden.
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