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De verdad debe preocupar el daño reiterado y sin pausa que se le ha venido causando al entorno montañoso y al arbolado que ciñe el espacio urbano de esta capital por la alta incidencia que tiene sobre la reducción de la contaminación ambiental y la regulación del clima. Es necesario que se tomen drásticas medidas para su preservación, cuidado y reposición, al igual que lo que debe hacerse para impedir el deplorable estado al que ha llegado y en el que se mantienen nuestros escasos parques y avenidas o los contados barrios en donde perviven algunas áreas con vegetación, por efecto del poco aprecio que al parecer tienen los ibaguereños y sus gobernantes, lo ejemplifica lo sucedido con el otrora bien conservado Parque Centenario.
No obstante, cuando de ilustrar guías turísticas, construir escenarios alusivos y hasta decorar las carrozas de las fiestas se trata, se recurre a la naturaleza como primer símbolo de identidad de la ciudad, incluido el mango que reemergió gracias a la resiembra que hizo antes de su muerte el exministro Roberto Mejía Caicedo y que con esfuerzo digno, sobrevive frente al palacio de gobierno departamental; o a los Cámbulos, Gualandayes, Carboneros y sobre todo a los Ocobos florecidos, destacándolos como lo más notable de esta descaecida capital, igual como lo hacen Tokio y Washington con sus cerezos en flor.
Esto lleva a que quienes no han tenido oportunidad de llegar a Ibagué, piensen que al arribar a ella van a quedar extasiados con la visión de una urbe circundada de montañas de abigarrado bosque, con flores multicolores y bellas siluetas arbóreas ornando sus calles y parques, y por tanto plena de fauna, con lo que se trata de vender la ideal figura de unos habitantes de esta melódica ciudad, amantes de la naturaleza, que la cuidan con curia y primor, cuando lo cierto es que ésta agoniza víctima de sus propios moradores, y de su ‘vibrador’ alcalde Hurtado y quienes lo antecedieron en el gobierno, sobre todo de aquellos planeadores y constructores que ven la naturaleza como un elemento que estorba y molesta sus intereses, al punto que hasta los antejardines han sido invadidos con obras de las llamadas “perdurables”, plenas de cemento.
Lo que ha ido convirtiendo nuestra capital, después de haber sido una “ciudad verde” y de clima medio, propicia para las flores, las aves y la exuberante vegetación, como lo ilustran algunas imágenes de pasados tiempos, en una urbe calurosa y seca, en la que de no ser por el Fenómeno de la Niña que actualmente nos viene afectando, estaríamos asistiendo a la grave merma de sus otrora numerosas fuentes de agua, “huidiza imagen de nuestra vida”, como llamó Borges a los recursos hídricos de las ciudades, tal como viene acaeciendo con nuestro “nutricio padre río Combeima”.
Y mientras tal cosa sucede, muy poco o casi nada se hace para evitar tan desoladora situación: la recuperación del “verde” en el espacio público y la gestión del establecimiento de un nuevo arbolado en la ciudad. Ni los ecologistas, ni los curadores urbanos, ni la Oficina de Parques y Zonas Verdes, ni la comunidad en su conjunto o el Concejo municipal como su vocero institucional, como sí lo vienen haciendo ciudades como Bucaramanga, Barranquilla, Medellín, Manizales y Medellín.
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