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¡Ay!, Colombia es en la actualidad una nave al garete, un barquichuelo al vaivén de aguas turbulentas. Estoy seguro de que la mayoría de los hijos de esta patria tenemos esa sensación. Hemos perdido el norte, y un leviatán fatídico, encarnado en los que buscan nuestro naufragio, nos amenaza, al parecer, irresistible. ¿Cuándo y por qué, Dios santo, nos envolvió este vórtice de violencia y de insensatez? Siendo, como somos sin duda la inmensa mayoría de los colombianos, gentes de bien, amantes de la paz y respetuosos del orden y el derecho, ¿cómo un grupúsculo de desatinados y de truhanes ha podido cerrarnos el camino y desconcertar a tal punto nuestra marcha? ¿Y cuándo volveremos a sentir que tenemos un piloto, que hay quien nos conduce, que ha vuelto a resplandecer el faro de un destino y contamos con alguien que a él nos lleva? Son los interrogantes que nos punzan y desasosiegan.
Es que renunciamos, obnubilados y ciegos, a la única brújula que nos muestra el auténtico destino: la ley de Dios. La hemos olvidado; ya no es la guía que enrumba nuestros comportamientos personales y sociales, ya no es la norma que regula y encauza nuestra conducta, ya no es el patrón de nuestras valoraciones éticas, ya no es la inspiración de nuestras leyes, ni el valladar que impide nuestros desmanes. Permitimos que los gestores de nuestra constitución, y nuestros magistrados, y nuestros gobernantes, en mala hora desconocieran que representan a una inmensa mayoría que creemos en Dios y deseamos vivir según su ley, y se atrevieran a proponer una sociedad de la que Él y ella están ausentes.
Es que, como corolario y consecuencia de lo anterior, ya no reconocemos que lo que creemos ser nuestro derecho termina allí, donde se conculca el derecho de los otros. Porque no reconocemos a un Padre común, no nos reconocemos como hermanos; porque negamos la existencia de una ley objetiva que viene de Dios y que está por encima de nosotros mismos y es universal, no tenemos empacho en atentar contra valores y realidades intangibles, como el de la vida y su sacralidad; es que mientras los corifeos de la violencia ciega, del desorden como método, de la anarquía como situación ideal para encaramarse y gobernar sobre las ruinas de la sociedad, gritan hasta desgañitarse y enarbolan las banderas de sus consignas de destrucción y de caos, nosotros callamos amedrentados y vergonzantes; es que quienes en tiempos recientes nos gobernaron traicionaron impúdicamente el deber de tutelar los derechos de la patria, los negociaron con sus peores enemigos y se los vendieron a precio de oropeles personales y en negociados inconfesables, y en vez de recibir sanción condigna, se granjearon premios y dieron, sin derecho, carné de legisladores a sus cómplices; es que quien ahora nos gobierna, se dejó, quizá sin percatarse de ello, atar las manos por acuerdos írritos y nefandos; es que muchos de aquellos a cuyas manos está confiada la tutela de la justicia, han llegado a ser sal que se corrompió, y aprovechándose de un timonel amilanado e irresoluto, le han impuesto el rumbo que quieren ; es que nos hemos dejado desorientar por unos medios de comunicación puestos al servicio de la mentira, que le hacen coro a la algarabía de los violentos y tergiversan el sentido del lenguaje; es que ya las palabras no conservan su sentido: ahora la violencia y el vandalismo son manifestación pacífica, la libertad es libertinaje y anarquía, el ejercicio de la autoridad es abuso de la fuerza, los atentados contra los bienes comunes o privados son modos legítimos de reclamar, las minorías desenfrenadas son mayoría que se impone; es que los que tienen a su cargo la protección de la comunidad han de esconder las armas con que la nación los dotó para su tarea, pero los que usan las que no tienen derecho de esgrimir sí pueden blandirlas contra ellos; es que quien detenta la autoridad en virtud de nuestros sufragios, ha olvidado que el ejercicio de esa autoridad no se negocia; que con el delito y el crimen, mientras quien los comete no los reconozca como tales y no se muestre dispuesto a renunciar a ellos, no es ni posible ni lícita una negociación; que existe un uso de la fuerza, no solo legítimo sino obligatorio, cuando ello es necesario para reprimir a quienes atentan contra el bien común. Es que les permitimos a oenegés intrusas que nos estigmaticen con sus calificaciones sin sustento y nos presionen con sus exigencias abusivas.
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