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Estoy plenamente convencido de que hemos cometido los colombianos un gravísimo error; de que la decisión tomada es un auténtico extravío; de que, obnubilados y desconcertados, hemos dado un paso que tendrá, a no muy largo plazo, trágicas consecuencias para nuestra patria. Analistas, historiadores y sociólogos harán, algún día, la ineludibl reflexión sobre el proceso que llevó a Colombia a ponerse en el arranque de este tobogán azaroso y desgraciado, y sobre los responsables de que ello haya ocurrido.
Los días que han transcurrido desde el 19 de junio, fecha del certamen electoral en el que Gustavo Petro resultó elegido, y las medidas que ha venido tomando para estructurar su equipo de gobierno, lejos de transmitir tranquilidad, aumentan el temor ante lo que se nos viene. No brinda razones para el optimismo el pasado de quien hoy ciñe la banda presidencial , así sobre ese pasado punible haya caído un manto de discutible perdón social…No puede ser augurio de buenos vientos para el futuro en la formación de nuestros niños y jóvenes el nombramiento en el ministerio de educación de quien se ha declarado abiertamente enemigo del “oscurantismo de la Iglesia católica”; y su actuar deletéreo ya comenzó, con el anuncio de que hará llegar a todos los colegios y escuelas, como texto para enseñanza de la historia de Colombia, el sesgado y malintencionado informe con que el padre De Roux y su espuria JEP hacen cierto aquello de que las verdades a medias son mentiras enteras. Bien ha calificado ese bodrio el agudo analista Eduardo Mackenzie al escribir de él que es “un conjunto de mentiras, tergiversaciones y falsificación de la historia”. Es realmente perverso el nuevo ministro de educación cuando, al entregar ese guisote infundioso dice sin sonrojarse: nuestras escuelas abrazan la verdad. Con seguridad, Gaviria sabe que está mintiendo: que esas novecientas páginas entregadas por De Roux no son “la verdad”, son la negación de la verdad total. Nada bueno asoma en el horizonte de la lucha contra el crimen con el nombramiento, como canciller de la república, de alguien que, disfrazado de demócrata, ha militado, aunque lo haya hecho camuflado y sin calzar pantaneras, en las filas del grupo tenebroso y criminal de las FARC; en él tenía su “alias”, solo de sus cómplices conocido, y fue uno de los marrulleros artífices del engendro proditorio llamado NAF con que el expresidente Santos selló la gran traición a la patria. Nada bueno y tranquilizador puede presagiarse para el respeto de derechos fundamentales como el de la propiedad privada, cuando al frente del ministerio de agricultura ya funge una señora que hábilmente disimula sus ínfulas expropiatorias hablando de democratización de la tierra; y cuando al frente de la Unidad de restitución de tierras se ha puesto al taimado personaje que lideró las asonadas vandálicas con que la mal llamada minga indígena cometió, el año pasado, auténticos crímenes que tuvieron paralizada gran parte del país y por los cuales debería estar en la cárcel. Poco bueno puede esperarse para la orientación ética de los planes de salud, cuando el ministerio del ramo estará presidido por una abortista a ultranza. Ni asoman horizontes tranquilizadores para la conducción del mundo del trabajo, cuando ese ministerio estará presidido por la doña que no hace mucho gritaba, en un discurso altisonante y demagógico: ojalá tuviésemos aquí las ideas de Evo Morales, de Hugo Chávez, de Rafael Correa y de todos los que están construyendo patrias soberanas… ¡Vaya, vaya!, le faltó evocar y añorar como faros para Colombia a Raúl Castro y al sátrapa nicaragüense…
Sí, no hay duda, se ciernen en el horizonte de la patria nubes procelosas. Sin embargo, quiero repetirlo una vez más, el camino no puede ser el encerrarnos a llorar o el sumirnos en la nostalgia amarga de lo que hubiésemos querido que sucediera y no sucedió. Ni tampoco el bajar los brazos en la lucha que, como colombianos y como católicos, todos debemos sostener en defensa de los valores y principios que han inspirado nuestra vida y deben seguir inspirándola. Todos nosotros, - cada uno en el puesto que tiene y el rol que juega en la sociedad y en la Iglesia -, tenemos que estar, hoy más que nunca, dispuestos a seguir inspirando nuestro pensar y nuestro actuar en las verdades que profesamos y en los principios que nos iluminan. El pueblo colombiano no está representado en el puñado de obcecados que pretenden torcer su camino; su intrínseca bondad y su fortaleza espiritual serán la barrera de basalto contra la que se estrelle, finalmente, el propósito nefasto de quienes quieren hacer de Colombia un triste laboratorio del socialismo del siglo XXI. Hemos de seguir poniendo el destino de nuestra patria en las manos de ese Dios que unos pocos quieren desterrar. Y para quienes han asumido las funciones de gobierno, aunque ellos mismos no crean que pueden venirles de Dios, hemos de pedir al Señor sabiduría, discernimiento, sensatez. Oremos más que nunca, y sigamos cumpliendo con nuestro deber.
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