Insolencia y arbitrariedad

Mario García Isaza

La Iglesia de Dios es santa. Así lo profesamos en el Credo. Lo es por su divino Fundador; lo es porque la asiste el Espíritu Santo; lo es porque a ella le confió Jesucristo los tesoros de la salvación y santificación de los hombres; lo es porque en ella, a lo largo de los siglos, se han dado y siguen dándose  frutos espléndidos de santidad y perfección. Sí, es santa. Pero es al mismo tiempo pecadora. Lo es en nosotros, débiles y míseros; lo es porque, al propio tiempo que divina, es humana. Y así, divina y humana, santa y pecadora, se reconoce a sí misma. Y a lo largo de su historia milenaria, no pocas veces el miserable barro de quienes somos sus miembros ha empañado el esplendor de su rostro. 
PUBLICIDAD

En las últimas décadas, esa realidad de pecado ha tenido una manifestación terriblemente grave y dolorosa: el abuso de carácter sexual cometido por personas consagradas contra diversas personas, muchas de ellas menores de edad; y, en algunos casos, la actitud connivente de la autoridad eclesiástica frente a ese delito execrable. Hoy, la santa Iglesia así lo reconoce; ningún intento hace por negarlo; en la voz acongojada de los últimos Pontífices, ese reconocimiento ha sido humilde, adolorido, valentísimo. Tienen un timbre de  sinceridad innegable y conmovedora las reiteradas peticiones de perdón de San Juan Pablo II, de Benedicto XVI y del Papa Francisco. Y son coherentes las medidas adoptadas por ellos y por los Obispos del mundo entero para poner freno a esa conducta abominable. Medidas que muchos desconocen, porque no son para la galería… pero que están bien claras y resultan contundentes para todos los que hemos recibido de Dios o de la Iglesia misma algún encargo ministerial. La santa Iglesia no niega realidades inocultables; ni se consuela o excusa alegando un hecho también indiscutible: que el número de los eclesiásticos abusadores representa un porcentaje mínimo frente a los miles y miles de irreprochables servidores de la comunidad católica. No, eso no la consuela: porque así fuese un solo sacerdote el que hubiera caído en ese crimen, ya sería suficiente motivo de dolor irreprimible.

 Esa, en pocos términos, es la realidad. ¡Gracias a Dios! A pesar de la cual, ahora han aparecido algunos, con pretensión de inquisidores, para quienes todos los clérigos y los religiosos católicos son presuntos violadores. Sabe Dios movidos por qué ocultas motivaciones personales inconfesables y sostenidos por qué intereses ideológicos, el tal Juan Pablo Barrientos, autor de libros que son un albañal de mentira y calumnia procaz, y el gacetillero Miguel Ángel Estupiñán, y últimamente doña Catherine Miranda Peña, congresista de los Verdes, tienen la avilantez de “exigirles” a varios de los señores Obispos colombianos que les entreguen la hoja de vida minuciosamente detallada de todos y cada uno de los sacerdotes y religiosos de sus respectivas jurisdicciones eclesiásticas, con datos personales y laborales tan nimios que ninguna autoridad legítima –y esos personajes no lo son- se atrevería a inquirir, so pena de quebrantar el artículo 15  de la Constitución colombiana. ¿Quiénes se creen? Estoy seguro de que no se atreverían a exigir lo mismo a los altos mandos militares o de la policía sobre sus subalternos, o al ministro de educación en referencia a los miles de maestros de Colombia… Que, si lo hicieran, su petición, por absurda y abusiva, iría a parar al cesto de la basura o se convertiría en objeto de una demanda judicial. Pero, ¡es la Iglesia!; solo sus ministros carecen, según estos truchimanes, del derecho a su intimidad… Y llega su desfachatez a tal extremo, que terminan su exigencia amenazando a los señores Obispos con el art. 289 del código penal. ¿Habrase visto? Y hay algo aún más desatinado e ilógico, aunque a mí me resulta natural dada la trayectoria tortuosa y el modo de obrar de nuestras inefables Cortes: ¡los mencionados fisgones encuentran respaldo a su pretensión en sentencias de la Constitucional! Sí, los desatinados y a veces malignos togados de esa corte avalan, con su sentencia T/091-20, la grosera e irrespetuosa demanda de los siniestros personajes. 

¡Realmente, son insolentes y arbitrarios!

 

MARIO GARCÍA ISAZA C.M.

Comentarios