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En las últimas décadas, esa realidad de pecado ha tenido una manifestación terriblemente grave y dolorosa: el abuso de carácter sexual cometido por personas consagradas contra diversas personas, muchas de ellas menores de edad; y, en algunos casos, la actitud connivente de la autoridad eclesiástica frente a ese delito execrable. Hoy, la santa Iglesia así lo reconoce; ningún intento hace por negarlo; en la voz acongojada de los últimos Pontífices, ese reconocimiento ha sido humilde, adolorido, valentísimo. Tienen un timbre de sinceridad innegable y conmovedora las reiteradas peticiones de perdón de San Juan Pablo II, de Benedicto XVI y del Papa Francisco. Y son coherentes las medidas adoptadas por ellos y por los Obispos del mundo entero para poner freno a esa conducta abominable. Medidas que muchos desconocen, porque no son para la galería… pero que están bien claras y resultan contundentes para todos los que hemos recibido de Dios o de la Iglesia misma algún encargo ministerial. La santa Iglesia no niega realidades inocultables; ni se consuela o excusa alegando un hecho también indiscutible: que el número de los eclesiásticos abusadores representa un porcentaje mínimo frente a los miles y miles de irreprochables servidores de la comunidad católica. No, eso no la consuela: porque así fuese un solo sacerdote el que hubiera caído en ese crimen, ya sería suficiente motivo de dolor irreprimible.
Esa, en pocos términos, es la realidad. ¡Gracias a Dios! A pesar de la cual, ahora han aparecido algunos, con pretensión de inquisidores, para quienes todos los clérigos y los religiosos católicos son presuntos violadores. Sabe Dios movidos por qué ocultas motivaciones personales inconfesables y sostenidos por qué intereses ideológicos, el tal Juan Pablo Barrientos, autor de libros que son un albañal de mentira y calumnia procaz, y el gacetillero Miguel Ángel Estupiñán, y últimamente doña Catherine Miranda Peña, congresista de los Verdes, tienen la avilantez de “exigirles” a varios de los señores Obispos colombianos que les entreguen la hoja de vida minuciosamente detallada de todos y cada uno de los sacerdotes y religiosos de sus respectivas jurisdicciones eclesiásticas, con datos personales y laborales tan nimios que ninguna autoridad legítima –y esos personajes no lo son- se atrevería a inquirir, so pena de quebrantar el artículo 15 de la Constitución colombiana. ¿Quiénes se creen? Estoy seguro de que no se atreverían a exigir lo mismo a los altos mandos militares o de la policía sobre sus subalternos, o al ministro de educación en referencia a los miles de maestros de Colombia… Que, si lo hicieran, su petición, por absurda y abusiva, iría a parar al cesto de la basura o se convertiría en objeto de una demanda judicial. Pero, ¡es la Iglesia!; solo sus ministros carecen, según estos truchimanes, del derecho a su intimidad… Y llega su desfachatez a tal extremo, que terminan su exigencia amenazando a los señores Obispos con el art. 289 del código penal. ¿Habrase visto? Y hay algo aún más desatinado e ilógico, aunque a mí me resulta natural dada la trayectoria tortuosa y el modo de obrar de nuestras inefables Cortes: ¡los mencionados fisgones encuentran respaldo a su pretensión en sentencias de la Constitucional! Sí, los desatinados y a veces malignos togados de esa corte avalan, con su sentencia T/091-20, la grosera e irrespetuosa demanda de los siniestros personajes.
¡Realmente, son insolentes y arbitrarios!
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