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¡Riiinnng! Sonó la alarma. 5 de la mañana. Una hora y cuarenta minutos más tarde llego a la primera parada, Payandé. Localizado a 32 km de Ibagué. El comercio de elementos de piscina, comidas rápidas, licores, raspados, ropa y calzado se observa a lado y lado de la calle principal que dirige a un polideportivo bien mantenido y a su iglesia color beige, bordeada de rojo y de grandes campanarios, en frente.
Mi transporte era un desgastado autobús de la flota Velotax que "chillaba" cada vez que nos deteníamos. Chilló al llegar al parque. Descendí del vehículo y tuve la sorpresa de observar un autobús de la Universidad del Tolima. Su conductor, Antonio Rivera, afirmó: "nos dirigimos a prácticas a las minas de La Manga, por los lados del Valle..."
El Valle de San Juan se encuentra ubicado en el noroccidente del departamento del Tolima, a 43 km de Ibagué y a 201 km de la capital colombiana, Bogotá. Bordeado por la cordillera central, cuenta con paisajes formados por cultivos de arroz, maíz, caña y árboles de naranjo agrio, un fruto que quienes lo han probado afirman que es "... entre dulce y amargo". Es un pueblo pequeño, de 6.512 habitantes en promedio, de clima caliente, carreteras en asfalto desgastado, algunas casas estilo colonial de una sola planta, flores marchitas y con un ambiente de paz interior supremo, casi de soledad. Pero pocos reconocen que fue este la primera parada oficial de la conocida Expedición Botánica.
Para ingresar al pueblo se cruza un puente angosto y, dos cuadras más adelante, se encuentra el parque principal. Nos detuvimos. Me dirigí a una tienda, con un enorme aviso que la destacaba de las demás edificaciones, ubicada en una esquina. Ingresé al establecimiento. Conversé con Aldemar Soachí, dueño de la tienda
- ¿Es normal ver turistas o investigadores aquí en el pueblo?
- “Aquí es muy poca la gente que se ve de fuera, es más bien solo, pero es mejor porque se respira paz…”
- ¿Algún nombre que recuerde?
- “Hubo un historiador famoso por aquí (…) de apellido Galeano”
Héctor Galeano es un historiador tolimense. Se ha preocupado esencialmente por reconocer al Valle de San Juan y las Minas El Sapo como punto inicial del recorrido Mutis. El interés por conocer más acerca de la Expedición Botánica no es reciente, pues se han escrito algunos textos al respecto en años anteriores. En el diario El Nuevo Día de Ibagué, el columnista Antonio Guzmán Oliveros escribía, en 2014, una referencia del geólogo Alberto Núñez Tello: “José Celestino logró identificar en esta zona por lo menos 24 especies distintas de hormigas; después en 1783 el virrey creó la Expedición Botánica y fue cuando ‘El Sabio’ viajó a Mariquita, donde también existía la explotación minera y mientras trabajaba en esto hacia sus investigaciones botánicas”.
Han pasado 25 minutos y es hora de seguir con mi recorrido. Me dirijo a despedirme de Aldemar, no sin antes pedirle que me oriente un poco. Le pregunto la ruta para llegar a las Minas de El Sapo, a lo que responde: “Sale aquí del pueblo derecho a unos 10 minutos voltea a la izquierda y agarra la destapada, pasa la cuesta El Dinde (…) a cuarenta minutos o una hora está el broche para la mina y sube por ahí…”
Una hora y diez minutos más tarde llego al desvío hacia la mina. El bus me lleva hasta ahí. Antes de seguir, decido visitar a un amigo de mi madre que vive en El Capote, vereda donde se encuentra El Sapo, quien conoce muy bien la zona. Floro Borja, es un campesino dedicado a las labores de riego, cuidado y fumigación de cultivos de maíz y arroz. Su casa es pequeña, pero el lote es enorme, como la mayoría de viviendas de la vereda. Cargado de envases de Randall, un insecticida, me saluda: “¡Oleee prosperito!” Y mientras conversamos le comento sobre mi objetivo
- Floro lo que pasa es que quiero subir a El Sapo.
- “Sí, eso me estuvo comentando su mamá”
- Tengo entendido que usted ha subido en el 4x4 hasta allá.
- “Toca en carro si, a pie es peligroso, hay mucho quiebra-patas. Pero un carro pequeño también sube”
Una vez finalizada la conversación, Floro organiza unos insumos que tenía en su comedor, llena una botella con agua y se dirige al garaje donde se encuentra su vehículo campero. Se convertiría en mi guía temporal.
Los paisajes que se observan se vuelven en ocasiones repetitivos. Puedo percatarme de un árbol de limón, luego un gran cultivo de arroz, le sigue un campo de ganado y el río Luisa de fondo. Pero este orden puede cambiar después y encontrarme primero con el campo de ganado, luego con árboles de limón, otra vista del río Luisa y finalmente, un cultivo de arroz. No dejaba de pensar en que esas fueron las tierras con las que se encontró la Expedición Botánica en el año de 1783.
José Celestino Mutis fue un sacerdote, médico, profesor y botánico español. Fue el encargado de dirigir la Expedición Botánica de 1783. Desde muy temprana edad llegó al continente americano para trabajar en el Nuevo Reino de Granada como médico del virrey Pedro Mesía de la Cerda. Fue en ese momento que decidió solicitar una expedición en los años de 1763 y 1764, pero le fueron denegadas por España. Sin embargo, al ver el gran auge que tuvo Francia gracias a sus investigaciones en naturaleza a manos de François Quesnay, el reinado español decidió autorizar una expedición en 1783, 19 años después. En su misión lo acompañaron Eloy Valenzuela, Pablo Antonio García, Francisco Antonio Zea, Jorge Tadeo Lozano y Francisco José de Caldas.
Hacía un calor sofocante y mi única salvación era una botella de agua, de la cual bebía como si fuera agua de oasis en medio del desierto. A medida que subíamos la montaña, por la ventanilla del vehículo lograba tener una vista privilegiada. El gran valle recorrido a lo largo por el río Luisa, las bodegas de tratamiento de maíz, la cordillera central marcando el horizonte, el cielo despejado, una meseta, los cultivos verdes relucientes y otros en amarillo opaco, terrenos quemados y un terreno invadido por el río. “Se le creció el río al lote de Sinforoso” dice Floro, acompañado de una risa irónica.
Me había bebido tres botellas de agua, la carretera destapada se hacía más angosta y empedrada y el sol pegaba más fuerte. De pronto y a lo lejos, logro observar una vivienda y pregunto impaciente
- ¿Ya llegamos?
- “No, ese es el rancho del viejo Saavedra” –dice Floro.
- ¿Saavedra? -pregunto
- “Sí, Fernando Saavedra, él trabaja sacando oro artesanalmente de por aquí”
- ¿Estará ahí?
La casa de Fernando Saavedra se veía bien mantenida, adornada por dos arreglos de flores en su entrada, una cerca de madera, antejardín y parecía recién pintada de rojo y azul. Entramos y, para mí alegría, se encontraba en la vivienda. En una amplia sala, amoblada por dos sofás viejos y un televisor antiguo de antena en frente, le hice algunas preguntas
- Tengo entendido que usted trabaja con oro, ¿es rentable?
- “Alcanza para lo justo...”
- ¿Cuánto es lo justo?
- “Mire, yo saco de a cuatro o tres gramos a la semana y me voy a Rovira y lo vendo”
- ¿Por cuánto?
- “…cada gramo lo reciben a 70 mil o 80 mil pesos, apenas para la polita…” –dice entre risas.
Esta afirmación me hizo reflexionar sobre dos cosas. Primero, la gran afición de los trabajadores del campo por invertir su dinero en cerveza cada fin de semana, es casi una tradición. Segundo, el hecho de que en las minas El Sapo sí se encuentre oro y no sea solamente un mito. Seguramente, la expedición Mutis, al igual que Fernando, buscaba trabajar con el oro de la zona y no solamente con la flora, fauna y las hormigas.
Arriba de una pequeña colina se encuentran ubicadas tres viviendas. Logro percatarme de la presencia de dos mujeres. Una de ellas era de apariencia joven, estatura promedio, cabello castaño, tez blanca, vestía una camiseta negra, pantalones leggins y sandalias rosadas. Se encontraba barriendo el corredor. La otra mujer era de avanzada edad, estatura pequeña, cabello corto y crespo, piel morena y llevaba un vestido color agua marina. “Hemos sabido llegar” afirma Floro. Estábamos en la casa de la familia Cabrera, que sirve como bienvenida a todos aquellos que visitan la mina. Pude darme cuenta de que no se trataba de tres viviendas independientes, sino de una sola.
- “Vienen por un trabajo si o que…” – gritó una de ellas al verme llegar.
- Algo así… - le respondo
Se trataba de la mujer de apariencia joven, Heidy Bonilla, habitante de la mina hace 12 años. Aprovecho y le hago unas preguntas
- ¿Vienen mucho por trabajos?
- “Casi no, pero siempre que vienen es por eso. Hace poco estuvieron aquí unos estudiantes de Payandé haciendo una tarea…”
- ¿Verdad que estuvo por aquí Mutis?
- “Sí claramente, Mutis vino por aquí pero hace mucho tiempo, el buscaba animalitos, flores, plantas y especias. Pero venía también por oro (…) lo llevaba para España…”
- ¿Aún están las ruinas de la casa de Mutis?
- “Claro, aunque hace poco las estuvieron remodelando. Están a 20 minutos a pie maso menos (…) pásese por el cementerio indígena también…”
Comenzamos a entrar en bosque espeso, guiados por un pequeño sendero destapado que comienza a pocos metros de la vivienda. La zona se encuentra rodeada por alambres eléctricos, adornada de árboles titánicos y un riachuelo que se encuentra más adelante. Poco a poco los pies comienzan a pesar y las distancias se hacen más largas. Tras salir del área boscosa, nos esperaba un trayecto de montaña, sin sombra, con el inclemente sol de frente, como burlándose de nosotros. Floro, ya acostumbrado, camina como si nada.
Me detengo un momento para hidratarme y recuperar energías. Al verme, Floro se detiene también y se acerca a preguntarme en tono de broma: “¿no están acostumbrados ustedes los citadinos a caminar bajo el mono más de 10 minutos?” A lo que le respondo con una sonrisa y me dispongo a levantarme. Aún nos faltaba escalar gran parte de la colina. Trato de no detenerme para no alargar más el camino, del cual habíamos recorrido 23 minutos.
Jadeante del cansancio, con las piernas adormecidas, sin energía, casi muerto. El sol y el camino rocoso y montañoso hacían de un trayecto de 27 minutos una eternidad. De repente, en medio de la desesperanza, se comienzan a divisar entre los arbustos lo que parecen ser los restos enladrillados de una construcción. Me detengo, me concentro, enfoco la mirada, y es ahí cuando comprendo que me encuentro ante una arquitectura diferente. El cansancio había desaparecido.
Sólo me enfocaba en contemplar detalladamente cada una de las estructuras, ladrillo por ladrillo, espacio por espacio, baldosa por baldosa, como para no perderme ningún detalle. Apelé al uso de mi cámara celular. El estilo arquitectónico español aún prevalecía. La casa que José Celestino Mutis habitó cuenta con dos grandes entradas, continua la una de la otra. Elaborada con bloques de ladrillo y con una pequeña ventana, similar a un horno, en el costado izquierdo. En el interior, se mantiene lo que alguna vez fue el comedor y parte de la cocina de los integrantes de la Expedición Botánica, pero la vegetación se ha encargado de tomarse el resto.
A unos pocos metros de la estructura veo los restos de otra vivienda. Esta se mantiene en mejor estado, sin embargo no parece tener el estilo español en su construcción. Floro me comenta que allí vivió una anciana de apellido Castrillón que con el tiempo fue desalojada del sitio por problemas legales. De allí su diferencia. Puedo percatarme de una puerta, tres habitaciones y una de ellas embaldosada en color agua marina, además de un sistema de canalización en la parte trasera. Al ver mi curiosidad Floro me pregunta
- “¿Sabe para qué usaban esos canales?”
- En realidad, no.
- “Por ahí mandaban el oro, lo bajaban desde unas albercas y lo procesaban…”
- ¿Cómo era el proceso?
- “Lo sacaban y para separarlo de la tierra le aplicaban cianuro y lo mandaban al piso (…) la piedra como tal queda arriba”
Me encontraba allí, de pie, pensando en que justo en ese lugar había iniciado 236 años atrás la Expedición Botánica. 236 años desde que Mutis y su grupo descubrieron 24 especies de hormigas. Elaboraron su herbario con plantas como la quinaquina, las plantas guiadoras guaco o la mutisia clematis y, por supuesto, trabajaron en la búsqueda de oro. Reflexioné durante 7 minutos sobre situaciones de este tipo pero, de repente, Floro interrumpe mi momento de reflexión con una pregunta
- “¿Sabe por qué estas paredes se han mantenido tanto tiempo?”
- ¿Por qué? – pregunto
- “Porque las pegaron con cal y baba de guásamo (…) eso no lo tumba nadie…”
Al igual que su vivienda, las ideas y descubrimientos de Mutis también permanecen inmortalizadas en el tiempo, pues 236 años después parece que nadie las puede derrumbar.
Estuvimos alrededor de 30 minutos en el lugar de las ruinas. Nos dispusimos a regresar por la misma colina empinada, los alambres eléctricos, el camino rocoso y con el inclemente sol en el cielo. “Esta es nuestra propia expedición botánica…” comenta Floro con voz agitada y se ríe. Al cabo de 12 minutos nos detenemos a hidratarnos. Es ahí cuando recuerdo las palabras de Heidy Bonilla: “pásese por el cementerio indígena también…” Y le recuerdo a Floro
- Ole ahora que lo pienso, no vimos el cementerio indígena…
- “Ese no queda por ese lado”
- ¿Por dónde queda? –pregunto
- “Más arribita…” -responde
- ¿Cuántos años tiene ese cementerio?
- “Uffff…, demasiados, eso fue antes de Mutis…”
- ¿Podemos ir de una vez?
“Deje mear la burra prosperito, mañana será otro día…
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