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Ese hombre, quien fuera gobernador, senador y ministro en la época en que las carreras políticas no se hacían de la noche a la mañana, quien además me presentó a Luis Carlos Galán, relataba que en medio de la revuelta del 9 de abril, cuando el país estaba incendiado y los liberales enardecidos se habían apoderado de algunas alcaldías, los revolucionarios en Honda entraron en una agria discusión sobre cómo iban a ser los “estatutos de la revolución”.
Nuestro profesor de pruebas en el Externado, el maestro tolimense Antonio Rocha, nos explicaba también cómo un formalismo logró frenar el golpe militar de la derecha contra López Pumarejo, prisionero entonces del coronel golpista Diógenes Gil, el 10 de julio de 1944. López, “viejo zorro” de la política, que conocía muy bien la idiosincrasia nacional, le dijo al coronel que accedería a firmar su propia dimisión, pero si esta se presentaba en papel sellado de la época. Mientras el golpista lograba conseguirlo, el presidente, Alberto Lleras y Echandía aprovecharon el tiempo para derrotar la revuelta.
Ese “fetichismo” nos ha llevado a expedir constituciones y leyes que no se cumplen. Desde 1964 tenemos el “estatuto de la contratación”, -varias veces reformado- un mamotreto con cada vez más artículos, pero que no ha impedido que hoy la expresión más grande de la corrupción sea la contratación estatal.
En 1974 se expidió el primer “estatuto nacional de estupefacientes” -varias veces actualizado principalmente en 1986- para combatir el narcotráfico con medidas como la creación de tipos penales, aumento de penas, extradición, extinción de los bienes de los narcos y un largo etcétera. Aún Colombia no ha podido sacar de su agenda el tema de tráfico de narcóticos.
En el pasado, políticos influyentes tomaron los bienes de los narcos administrados por la DNE como su “caja menor”, hasta el punto que el expresidente Pastrana llegó a decir que algunos de sus copartidarios habían cambiado la bandera del partido por las sabanas de los moteles de los narcos. Los capos extraditados están de regreso sembrando otra vez violencia y corrupción. Y todo esto a pesar del severo “estatuto”.
En 1978, durante la administración Turbay, se expidió el “estatuto de seguridad”, que no era otra cosa que la recopilación de una serie de decretos de Estado de Sitio ya existentes. Sin embargo, este terminó desatando toda clase de abusos, incluidas las torturas denunciadas en su momento, entre otros, por el excanciller conservador Alfredo Vásquez Carrizosa y el comité permanente para la defensa de los Derechos Humanos.
Ya son varios los “estatutos anticorrupción” que se han expedido últimamente. Parecen olvidar que para combatirla bastaría con aplicar el Código Penal que siempre ha sancionado, con penas muy altas, la concusión, el cohecho, el prevaricato, y sobre todo el enriquecimiento ilícito.
Ahora que, con algunas excepciones, no hay partidos sino cascarones sin contenido ideológico convertidos en fábricas de avales, a veces con un cierto tufillo extorsivo, tenemos un flamante “estatuto de los partidos”. Aun así, quienes en el pasado se han beneficiado de ellos para ser congresistas, ministros, alcaldes o gobernadores, acuden a las firmas ciudadanas.
El más reciente es el “estatuto de la oposición”, refrendado por los acuerdos de la Habana, que en el fondo busca cosas obvias en una democracia: que no se usen los mecanismos del poder -puestos, contratos y hasta publicidad oficial- para golpear al contrario. Barco ya había inaugurado, después del Frente Nacional, el esquema gobierno-oposición, que dio todas las garantías a los opositores teniendo como único estatuto la Constitución.
Lo que pasó el 20 de julio no es un buen ejemplo de la aplicación del estatuto de la oposición. Nada hubiera perdido el Presidente quedándose a oír a los voceros de la oposición. Como solía decir mi padre sastre, “palabra no rompe hueso”. De pronto lo que necesitamos es menos estatutos y más realidades democráticas.
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