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Ejemplos como el de Corea del Sur ilustran el efecto positivo de una política de inversión en educación sostenida a largo plazo, como estrategia para salir avante de los estragos que produce un conflicto armado. En los años 50 del siglo pasado, el nivel de desarrollo del país asiático era igual de pobre al colombiano como consecuencia del conflicto que terminó dividiendo la nación en dos. Setenta años después, Corea del Sur está entre las primeras economías del mundo y muy por delante de Colombia en todos los indicadores de desarrollo humano.
En Colombia, el avance en educación básica ha sido muy significativo con una cobertura cercana al 100%, mientras que en la media cerca de la mitad no termina su bachillerato. En la educación superior la cobertura también ha crecido de manera sostenida en los últimos 30 años, aunque no supera el 50% (contando a los estudiantes del Sena).
Sin embargo, la deserción en educación superior está alrededor del 47%, es decir que casi la mitad de quienes ingresan a las instituciones de educación superior no logran terminar sus carreras. De quienes terminan, un creciente porcentaje no logra acceder a un puesto de trabajo, especialmente en ciudades intermedias como en Ibagué, según lo informó el director del Dane en la asamblea de la Asociación Colombiana de Universidades (Ascun) el mes pasado. Muchos de nuestros jóvenes desempleados lo están, a pesar de haber concluido sus estudios universitarios. Hay una gran desconexión entre la formación que están ofreciendo las universidades y la demanda local de profesionales.
En los pequeños municipios la situación es aún más dramática. En el Tolima tan solo el 20% de quienes terminan el bachillerato acceden a educación superior y casi la mitad no logra terminar. La mayoría de las universidades que ofrecen allí sus programas, tanto profesionales como técnicos y tecnológicos, no tienen en cuenta la pertinencia local de esta formación. Como resultado, muchos de sus graduados quedan frustrados al no conseguir trabajo localmente y terminan migrando a las ciudades cercanas a competir, a veces de manera desigual, por las pocas fuentes de trabajo.
Frente a este pobre panorama en educación superior, varias son las estrategias que podrían desarrollarse. En primer lugar, las universidades deberían comprometerse públicamente a vincular a sus egresados en la fuerza laboral dentro de los seis meses posteriores a su graduación, o que logren empezar un proceso de incubación de una idea de negocio. Su responsabilidad no termina con la entrega de los diplomas. En segundo lugar, acercar a las empresas a ser parte del proceso de formación de los estudiantes universitarios a través de ofrecer prácticas laborales y participar en cursos basados en proyectos o retos tomados de la realidad empresarial local. En tercer lugar, propiciar un acuerdo entre el gobierno, las empresas y las universidades para elaborar un programa de educación a veinte años (cinco gobiernos) que permita articular la oferta de programas profesionales, técnicos y tecnológicos con las necesidades locales. Los gobiernos deben honrar este acuerdo desarrollando las condiciones estructurales que permitan que los futuros egresados tengan espacio para desarrollase profesionalmente en su región y las empresas comprometiéndose a contratar, en igualdad de condiciones, a jóvenes egresados localmente. Como dijimos al comienzo, una juventud bien formada es la base para el desarrollo local.
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