Una ética del cuidado

Alfonso Reyes Alvarado

Carol Guilligan, reconocida activista del movimiento femenino en Norteamérica, escribió por primera vez sobre la necesidad de desarrollar una ética sustentada en el cuidado.
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Una ética cercana a la gente, de fácil comprensión y apropiación, que se nutra de la vida cotidiana y que sirva de guía tanto para la acción individual como colectiva. Tres son las dimensiones sobre las que se proyecta esta ética: el cuidado de uno, del otro y de “lo otro”. Veamos cada una.

Con respecto a la primera, tal vez el antecedente más lejano en nuestra cultura se remonta al aforismo griego que afirma: “mente sana en cuerpo sano”. En otras palabras, solo un cuerpo bien cuidado puede albergar y cultivar un pensamiento saludable. El cuidado del cuerpo incluye una alimentación apropiada, un ejercicio mesurado pero constante y un claro límite a todo tipo de exceso que pueda deteriorarlo. Como cada uno es diferente, el cuidado adecuado depende de nuestra capacidad para observar los efectos que sobre el cuerpo produce nuestro ritmo de vida. En esta observación permanente para ajustar nuestro estilo de vida radica el cuidado intencional del cuerpo.

Somos seres sociales por naturaleza, preferimos vivir en grupos, tal vez de este sentimiento colectivo provenga el término de la ansiada “inmunidad de rebaño” que todos los países buscan alcanzar para salir de la actual pandemia. Pero esta vida en comunidad solo es posible si conscientemente nos proponemos cuidar las relaciones con los demás. El uso adecuado del tapabocas, por ejemplo, aunque es un acto individual su sentido es colectivo. Solo tiene utilidad práctica si cada miembro del grupo lo hace, evitamos nuestro contagio al evitar contagiar a los demás, pues nosotros somos miembros del colectivo.

En el cuidado de nuestra relación con los demás se encuentra también la base de la solidaridad. La tolerancia no es suficiente para la estabilidad del grupo, pues siempre tiene un límite: hasta dónde estamos dispuestos a aguantar. La solidaridad, en cambio, se nutre de la empatía, esa rara habilidad de ponerse en la situación del otro para comprenderlo, aceptar su situación y hacer algo para empoderarlo, no para brindarle asistencia. Mientras que la compasión lleva al asistencialismo y produce dependencia, la solidaridad fomenta la autonomía: enseñamos a pescar en lugar de repartir pescados.

Finalmente, es cada vez más evidente la necesidad de desarrollar una conciencia colectiva del cuidado de “lo otro”, de lo que no somos (nuestro entorno) pero que necesitamos para subsistir. El papa Francisco lo denominó nuestra “casa común” en su encíclica Laudato Si. Toda acción individual o colectiva tiene efectos sobre el medio que habitamos. Observarlos, registrarlos, identificar tendencias y ajustar nuestro comportamiento colectivo nos ayudará a disminuir su impacto negativo. Los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible son un instrumento adecuado que requieren, para su logro, de un cambio cultural, individual y colectivo.

Una ética basada en el cuidado y, por lo tanto, alejada del maltrato puede aprenderse en la casa a muy temprana edad y desarrollarse sistemática y progresivamente en el colegio, la universidad y el lugar de trabajo. Esta ética global mínima puede ser la semilla de una sociedad más integral, solidaria y sostenible.  

ALFONSO REYES

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