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La corrupción puede presentarse en diferentes formas de conductas, revestidas externamente en gran parte de un adecuado ejercicio de las funciones asignadas al cargo, lo cual dificulta las investigaciones que realicen las autoridades, tal como lo han demostrado los procesos (administrativos o judiciales).
La historia nos ha enseñado que la corrupción no es una actitud nueva del hombre y se presenta con frecuencia en Estados de gran depresión económica. Como la corrupción no desaparece por sí sola, se requiere entonces de constante control por parte del Estado. Es por ello que muchos países han adelantado programas de anticorrupción para la lucha de este nocivo comportamiento. Desde la academia hemos insistido en que el arma idónea para combatir la corrupción es la ética, en la medida en que, a través de su aplicación constante, permite actuar con rectitud (o conforme a la moral, para algunos) y proceder con probidad.
Empero, para estudiar y aplicar la ética con responsabilidad y con compromiso se necesita un consenso entre todos los miembros de la sociedad; de ahí que la tarea de combatir la corrupción no solo compete a determinados sujetos, a los académicos o a las autoridades, por ejemplo, sino toda a la sociedad. Este es un reto que se debe aplicar no desde la academia, sino desde el hogar, pues es el primer lugar donde podemos aplicar la disciplina, generando nuevos sujetos conforme a la rectitud, formados de conformidad con los parámetros morales (o éticos).
De esta manera, los padres de familia y los docentes (de las escuelas y universidades) deben actuar como docentes de la ética con el fin de formar personas con honradez, probidad y responsables. Necesitamos más cultura de rectitud a partir de los hogares y de la academia.
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