La vida vale mucho más que la pasión por una camiseta

libardo Vargas Celemin

La violencia en el fútbol iniciada en la década del setenta por los “Hooligans”, horda de jóvenes ingleses que expandieron su salvajismo por toda Europa, llegó a Latinoamérica con el nombre de “barras bravas”. Las primeras fueron creadas en Argentina para apoyar los equipos con cánticos, banderas, pero pronto derivaron hacia el insulto y la violencia física al contrario.

Esta manifestación de barbarie impulsada, sobre todo por jóvenes, ha sido imitada irracionalmente en Colombia, dadas las condiciones de marginalidad y exclusión, donde el desempleo, la violencia política y el consumo de alucinógenos, constituyen los ingredientes del coctel que aviva una confrontación donde se da rienda suelta a su odio y a su deseo de venganza.

No hay cifras exactas de los jóvenes asesinados por motivos futbolísticos. Lucir una camiseta de su equipo favorito es un riesgo enorme de ser agredido con armas blancas, contundentes o de fuego. Las noticias de estos hechos, especialmente en la época de las finales de los campeonatos, ya no nos sorprenden, porque hace parte de la cotidianidad.

El fútbol ha pasado de ser un espectáculo de entretenimiento y diversión para convertirse en un factor de peligro que ha cercenado la vida de muchos seres humanos y que, en varias ocasiones, se ha utilizado como práctica atroz en la que se camuflan campañas de limpieza social.

Jonathan Camilo Morales Castaño, tenía 16 años de edad. Desde muy niño se aferró a la pasión por el Deportes Tolima, tal vez como la única forma de hacer más llevadera esa existencia llena de tantas frustraciones. Su familia hizo algunos intentos de enrumbarlo por el estudio, pero él prefirió “coger camino” vistiendo la camiseta del equipo de su alma. Con el escudo vinotinto y oro tatuado en su pecho viajaba con lo que recogía en las calles, hacia “autoestop”, se alimentaba de gaseosa y pan, se hospedaba en recintos abiertos con estrellas como cielorraso y llegaba puntual a sentarse en las graderías del equipo rival para agitar una pequeña bandera.

Eufórico el pasado dieciséis de junio salió del Atanasio Girardot de Medellín a descansar un poco e iniciar su camino, esta vez a Barranquilla donde estaba seguro que volvería a ganar su equipo. Los ángeles de la muerte vestidos de verde, lo vieron pasar y encontraron la oportunidad propicia para vengar su desconsuelo por la pérdida sufrida horas antes. Más de setenta veces hundieron sus puñales sobre el cuerpo indefenso de Jonhatan, quien no alcanzó a ver una nueva estrella sobre el escudo de la camiseta de su Tolima, ni logró en su agonía comprender que el fútbol es solo un juego, y que no valía tanto como su propia vida.

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