El 29 de junio de 1959, el derroche de alegría había cundido en muchos ibaguereños, que se habían lanzado a las calles a festejar el último día del Festival Folclórico, evento realizado en esta pequeña ciudad con aroma de pueblo grande. Luis Ariel Rey y su música inundaba las calles principales y un adolescente le seguía las huellas sonoras al arpa, era César Augusto Zambrano Rodríguez que, entusiasmado con las melodías llaneras, soñaba ya su destino musical.
Ese mismo día, el ballet de Sonia Osorio, que habría de conquistar escenarios mundiales, se despedía de Ibagué con su elegancia, sus movimientos sensuales y la plasticidad de hombres y mujeres que demostraban como se podía danzar estilizadamente con los aires colombianos. Leonor Buenaventura de Valencia se paseaba airosa y las mujeres nativas tarareaban orgullosas “la piel color de melón / las mejillas nacaradas / la boca igual que las tunas, /como entre roja y morada”.
El río Combeima, surtidor de agua para la ciudad, transitaba por sus cincuenta y cinco kilómetros acariciando las piedras, lamiendo las orillas y transportando arena sin mayores contratiempos, pero días antes se sintió constreñido, no pudo diluir un pequeño derrumbe que se vino de la parte alta de los acantilados.
Sus fuerzas no alcanzaron a sobreponerse y se convirtió en una pequeña laguna que se expandía con las horas. Nadie vino en su ayuda, a pesar de que las autoridades conocían su solitaria lucha por recuperar el cauce.
Quienes habitábamos las márgenes del río siempre lo tuvimos como el amigo rumoroso y cantarín. Nuestro afán de explorar los alrededores nos llevó muchas veces por sus orillas llenas de juncos. Los mayores se aventuraban a pescar con anzuelos que amarraban a las raíces de los árboles. La mayoría sacaban un buen número de peces oscuros y planos que se convertían en el alimento semanal, mientras los menores disfrutábamos de la brisa y de la observación de las piedras que presentaban formas y colores diversos.
Cuando los traganíqueles de la catorce con primera comenzaron a silenciarse y los habitantes del cañón del Combeima nos reponíamos del ajetreo de ese día y un fuerte aguacero golpeaba las tejas de zinc, escuchamos el bramar del río, no era un ruido amigable, era un grito de batalla, de furia de combate. Esa noche no pudimos dormir esperando que nos atacara, pero tuvimos suerte, la que les faltó a más de trescientos habitantes de ambas riberas.
Este domingo cuando las escobitas del aseo recojan los últimos desperdicios del carnaval, pocos recordarán la angustia, el dolor y el desespero de las víctimas de la segunda gran tragedia vivida en territorio tolimense.
Mientras tanto los responsables de prevenir que el río vuelva a bramar seguirán sacando las mismas disculpas.
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