Dilan Cruz, 18 años, jugador de voleibol, alegre, calmado, iba cantando este sábado en la tarde una tonada de Mercedes Sosa que le hacía hervir la sangre: “Hermano dame tu mano vamos juntos a buscar / Una cosa pequeñita que se llama libertad“. Había estado pendiente del avance de la gran marcha pacífica que adelantaban los estudiantes, maestros, obreros y pueblo en general. Le dolía que tuvieran que salir a exigir lo que era un derecho inalienable, pero estaba convencido de que era la única forma de ser escuchados.
Había salido de la modesta casa donde vivía, en medio de las estrecheces económicas de su madre, una mujer incansable y luchadora para sostener al abuelo, las dos hermanas y a él. Había estado pendiente de las noticias que desinformaban y repetían las palabras del presidente anunciando “Una conversación nacional”, como si las necesidades del pueblo dieran tiempo a charlas insustanciales y no fuera necesario unas verdaderas negociaciones con tiempos y una metodología clara para poder avanzar.
Se había sorprendido de los supuestos ataques de los violentos que querían robar en los conjuntos residenciales de la clase media en Cali y Bogotá, en un sospechoso y bien orquestado despliegue que convirtió a los asustados habitantes en celadores de sus propios apartamentos, defendiéndolos con palos de escoba y traperos, mientras los policías paseaban en sus motos haciendo sonar sus sirenas y las cámaras mostraban vidrios rotos y el avance de miles de colombianos armados tan solo del grito, el cántico y la certeza de estar siendo dirigidos por un gobierno lleno de mentiras, ineptitudes y cinismos.
Dilan, un joven de fuerte complexión física, buen amigo, pacifista por naturaleza, nunca había lanzado una piedra contra un ser humano, porque estaba seguro de que lo más sagrado es la vida y creía que las fuerzas policiales, además de sus armas llevaban en sus mentes las consignas de respetar los Derechos Humanos.
También guardaba la esperanza de que el presidente, despojado de la soberbia del poder y, con la humildad de todo buen gobernante, cediera ante la justeza de las reivindicaciones del pueblo.
Eran las cuatro de la tarde cuando una bomba lacrimógena cayó a su lado. La tomó rápidamente y la lanzó a la calzada paralela que estaba vacía. Por un instante se sintió prisionero y echó a correr por la calle 19 huyéndole al Esmad que agredía la marcha. De pronto, un impacto cerca de la oreja borró su historia. No pudo recibir el diploma, ni conseguir un préstamo para estudiar, ni ayudarle a su familia, ni entrar a la selección de voleibol, tampoco pudo escuchar las condolencias hipócritas del presidente y del alcalde a su familia, ni el grito unánime de toda Colombia:
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