PUBLICIDAD
La comida es, a mi parecer, la expresión más marcada de diversidad que posee nuestro país. Los platos típicos son el dibujo vívido de nuestros paisajes, el sabor cuenta más sobre esta tierra de lo que podría leerse en un libro y su esencia es evocadora de memoria histórica. La experiencia de consumir estos platos implica conocer al paisano que lo ha preparado, el rancho donde se coció, la abuela que lo inventó y el pueblo donde se gestó.
Existe tanta variedad de alimentos y tantas recetas para un mismo plato, que ninguno termina siendo igual al otro. Por eso no se consigue probarlos todos, pero se lleva un bocado personal sobre lo que es el lugar. Así se conoce Piedras, Tolima. Un pueblo que se lee como un recetario antiguo, y se debe acudir a mamá para no estropear la receta. Allí en el municipio a orillas del río Opia, proveniente de un asentamiento indígena, conocí el recetario histórico de mamá.
Bizcochos
Hay que conseguir el queso y el maíz. Los ingredientes se revuelven unas 30 horas antes para poder prepararlo. Se le echa la medida de un cernidor alto de queso, por el cernidor bajito de maíz y se muele. Después se empieza a armar en forma de óvalos pequeños y ahí se meten a hornear. La masa es cómo el pan si no queda cómo usted quiere, le pone huevo o mantequilla, porque hay quesos que son grasosos y otros que no. Uno se da cuenta en la preparación si están muy resecos, pues toca ponerle otra cosa pa' poderlo armar. Después se echa al horno 20 minutos a asar y luego se dejan a fuego lento pa' darle el tostado. Eso es breve. Ya a las 2 horas sale tostao.
Conseguí la receta de Cuncio. Un amigo de un primo de mi mamá. Fuimos hasta su casa y como en el horno donde se preparan los bizcochos, la puerta estaba abierta, cosa que es común en todas las casa del pueblo. Cuncio, no invita a pasar a la sala, que es lo primero que se avista desde la puerta, en cambio manda a traer un par de sillas para que nos sentemos a charlar. Eso sí, no se inmuta ni un momento por pararse de su hamaca que se encuentra bajo la sombra del árbol que adorna la fachada azul claro de su casa.
Como si estuviera revisando cómo van los bizcochos de la parte más profunda del horno, el hombre achica los ojos y acerca la cara para ver mejor quien viene de visita. Saludamos y al instante pregunta.
«¿Usted qué apellido tiene?»
Enseguida mi mamá responde «Yo soy Troncoso...»
No la deja terminar y dice «¡Aaaa! de los Troncoso, claro, claro. Cuénteme».
Una conversación que se va a repetir en cada casa que visitemos.
Cuncio se recuesta en la hamaca, respira profundo, mira hacia arriba y como la masa creciendo, se le infla la barriga que trae desnuda. Las chancletas de plástico empolvadas están en el suelo como si se las hubiera quitado de afán y solo trae una pantaloneta azul oscura. Es el modelo de hombre que se encuentra en Piedras, de piel oscura, contextura gruesa y estatura promedio, de rasgos indígenas muy marcados.
Después de mecer un poco la hamaca continúa diciendo:
«Yo hago bizcochos hace más de 35 años, es casi tradición; mi abuela, mi mamá y yo. Me imagino que eso viene de más atrás, pero ya aquí muere. La hija mía no quiere seguir».
La noticia suena muy desalentadora y pregunto si no hay nadie más que conserve la tradición. El primo de mi mamá menciona a unas cuantas personas.
Pero Cuncio responde con desaliento:
«Queeee, fulanita ya está vieja y las hijas esas no vuelven por acá, zutanita vive más enferma, no tiene nadie que sepa manejar el horno...».
Respira profundo de nuevo y nos invita a seguir al patio trasero. No se mueve mucho para indicarnos dónde está y termina la frase cerrando los ojos. Ya son casi las 2 de la tarde y estamos interrumpiendo su siesta. No cruzamos por la casa, si no por el costado. Al fondo del patio lleno de objetos viejos se ve el horno de piedra grande emanando calor.
Ese día para mi suerte, los bizcochos se retrasaron porque se fue la luz en el pueblo. El horno no necesita de electricidad y la masa ya está hecha, pero es una excusa de mucho peso para que los piedrunos evadan la madrugada y aprovechen la brisa del amanecer para dormir un poco más.
Los bizcochos en el horno se asemejan al pueblo.
Un terreno no muy extenso, donde viven familias que se agrupan por apellidos. Así como los pequeños óvalos que se distribuyen por grupos en varias bandejas. El horno tiene temperaturas muy altas qué hace que el bizcocho se tueste, como Piedras, un pueblo dorado por el sol candente. La textura del bizcocho es crujiente y dura de morder, como los caminos pedregosos de arena que hacen que los vehículos den pequeños brincos cada tanto. Pero a pesar de su textura, da gusto comerlos y me recuerdan a mi abuelo qué los trituraba para ponerlos en el chocolate, el café o la changua. Así es este pueblo.
Estofado
El estofado se hace de cordero. Se prepara lo mismo que la chanfaina. Ésta se prepara en un caldero se echa poca agua y se pone a hervir. De antemano se hace un picadillo de vísceras como hígado, bofe, callo, tocino, carne de cerdo, papa picada y unos cuartos de arroz. Se aliña todo con cilantro, perejil, laurel, cebolla y poleo. Cuando hierva y esté todo blando se baja, no debe quedar caldudo. Al final se pone comino y pimienta. Sin embargo, el estofado lleva mayor cantidad de agua y arroz.
Esta receta, como varias de las que conocí, la encontré en un libro viejo en la biblioteca Soledad Rengifo de Ibagué. Las hojas del libro ya estaban sueltas, amarillas, desprendían polvo y le hacía falta la portada. La bibliotecaria no supo decirme de quién era el libro, ella tampoco sabía dónde encontrar información del municipio de Piedras y me mandó a un arrume de libros olvidados a buscar. De todos los que vi este fue el que más me emocionó tal vez porque al leer las recetas se me hacía agua la boca.
El estofado fue un plato que probé de una caja de icopor que mi mamá nos trajo a mis hermanas y a mí de Piedras después de haber ido a las fiestas -nunca se las pierde-.
«Había mucha gente, me quedé en donde los Góngora y hubo estofado para dar y convidar, la casa amaneció llena de primos».
«Primos» para ella tiene un significado más amplio que el de compartir la sangre. Los hijos de los hijos de los hermanos de su abuelo se extienden por todo Piedras. Ella los conoce a todos y todos la conocen, se saludan como si mantuvieran juntos y en realidad no se ven desde hace años o apenas recuerdan los nombres, pero son familia, la familia piedruna. Por eso mi mamá era la indicada para llevarme al lugar.
Al salir de casa para el pueblo, mi mamá lleva siempre 4 maletas si es que no se le ocurre algo más. En la primera lleva la ropa, porque aunque vaya solo un día, siempre lleva la esperanza de que la visita se alargue y tenga que quedarse a dormir, antes de salir ha pensado con cuál de las familias se va a quedar. En la segunda lleva ropa para regalar.
«Fulanita, tu prima. ¿Te acuerdas de ella?... se pone contenta porque yo le lleve cosas».
Mi mamá nació en Ibagué, pero si le preguntan ella dice que en Piedras. Allí pasó gran parte de su infancia, pero se crio como una mujer de ciudad. Le gusta vestirse elegante y siempre que va a Piedras busca la mejor ropa, y se enorgullece cuando le preguntan por ella y le hacen cumplidos. Pero también es desprendida y si cree que alguien necesita algo, más que ella, no tiene problema en compartirlo.
La tercera maleta es una fibra de supermercado llena de galguerías, cada cosa que hay adentro tiene un nombre y un «le llevo esto porque...» La razón puede ser un simple «él siempre me saluda cuando voy» o «Ella siempre me ofrece un café». A mi mamá se le iluminan los ojos contando cómo sonreía alguien cuando le entregó la galguería.
La cuarta maleta también es una fibra llena de botellas de plástico que se recolectan en casa, las más grandes son las que ella lleva para que guarden agua en la casa de los primos. Ella no sabe si las utilizan todas o si siquiera las utilizan, pero una vez las llevó y se las recibieron con mucho entusiasmo, entonces las siguió llevando.
Cuando fui con ella al pueblo, en el carro iban las 4 maletas, yo no llevaba ropa para quedarme y sabía que no nos íbamos a quedar, pero ahí estaba la esperanza. Durante todos los cuarenta minutos de viaje de Ibagué a Piedras, mi mamá me contó anécdotas, ella no sabe de la historia de Piedras y se ríe cuando le pregunto, para ella el pueblo no está en los libros, Piedras es su familia.
A mitad del camino se desvió.
«Mira vamos a irnos por Doima, por aquí no hay que pagar peaje».
Eso es algo que solo las personas que frecuentan Piedras lo saben.
«Ves ese lote, eso es de tu primo Julián, ahí va a ser el asado de chivo para la campaña de Julio»
Todos familia, reconozco los nombres pero tengo una imagen vaga de su cara. Mi mamá me sigue señalando lotes y fincas y de repente pausa y se le quiebra la voz.
«Si tu abuelo estuviera te hubiera contado toda la historia con pelos y señales»
Cuando entramos al pueblo me dice:
«Esta no es la entrada principal, es el atajo»
Me explica que la primera casa, blanca y de un solo piso, es de los Cubides. Allí está el hotel Submarino. Le sigue el puesto de policía y en toda la esquina, que da directo al parque, está la casa de los Zárate.
«Esa es la que quiero comprar para mis años de vieja. Mira esa de allá es la casa de tus abuelos, ahí vivimos mucho tiempo y mis tíos todos los miércoles como un relojito pasaban por la casa a saludar a tu abuela antes de irse a la finca».
Al llegar todos me saludan.
«Prima ¿cómo está? cuanto tiempo».
Sacan las sillas a la entrada de la casa y veo como cruzan de una casa a otra una bandeja con jugos para ofrecernos. Así pasa en todas las casas de Piedras, son familia y parece como si todo fuera de todos.
Ahora entiendo que llevar algo parece una muestra de gratitud. Pero se siente como un deber. Los hijos de Lucinda se regocijan contando cómo se la pasaban en paseos, visitando al tío o la tía. Para ellos eso era un festejo, no había límites.
«Sigan y coman» cuentan que decía uno de los muchos tíos sin moverse de la mecedora.
El estofado que era para 10 se extiende para 30 y si llegaban más, también había. Camas es lo que hay, y el suelo parece una estera infinita para que todos se acuesten.
Piedras es como el estofado. Un plato familiar, que tiene de todo y se mezcla sin importar si casan los sabores - sorprendentemente lo hacen- y se hace para más gente de la que puede alcanzar.
Sancocho de gallina
Los sancochos también se pueden hacer de carne de res, de cerdo o de gallina. El tradicional del Tolima es el sancocho de gallina.
Se pone la olla al fuego con el pollo o la gallina, previamente despresurizado, hasta que ablande bien. Entre tanto, se alista el plátano rajando con la uña en astillas regulares de grandes. Se espesa con arroz, como el ajiaco. Se pela una libra de papas que se parten en cuatro. Se puede adornar con trozos de arracacha, de yuca, de ahuyama y rodajas de mazorca tierna. El guiso se alista previamente, como para el ajiaco. Si no hay cilantro, es mejor el “cilantro de puerco”, qué da mejor sabor y olor.
En el mismo libro viejo y olvidado que aparte de recetas milenarias, contenía una explicación detallada de distintas fiestas y tradiciones típicas de los opitas, encontré este manjar. Una receta que no falla para reunir a la familia.
El primo de mi mamá, Toño, nos acompañó a dar una vuelta al pueblo. El calor era sofocante. Y Toño insistía:
«Vea prima, la próxima vez traigan el vestido de baño, dígale a su mamá, vienen todas, eso armamos el paseo, un sancocho y estuvo».
Y Estuvo.
No hacían falta grandes planes y por supuesto que hubieran armado un paseo en ese instante. Solo que ya eran más de las 3 de la tarde, el paseo es un plan de medio día y faltaban mis hermanas. Los vestidos de baño seguro que no eran problema, se trataba de una formalidad de gente de ciudad. Pero si hubiese sido más temprano, se correrían unas cuantas voces y primos - que de seguro no conozco- hubieran aparecido de todos lados. El Sancocho se hubiera preparado en un santiamén y entre los hombres de la familia cargarían la olla hasta el río.
Allí, dejando atrás el cotilleo, la arena y las casas, justo en la orilla del pueblo, un vacío recorre el estómago al bajar hacia al Opia. La tierra húmeda se mete entre los dedos y las piedras se clavan en las plantas de los pies, se puede sentir el agua fría y correntosa. Como si estuvieran puestas adrede, grandes rocas sobresalen del agua oscura, criaturas como: sardinas, morrocoy, guarisapos y ostras de agua dulce, se esconden entre los tumultos naturales de rocas y tierra y con suerte se logra divisar alguna. Así mismo, a unos 6 metros del río se ven los fogones rústicos en espera de algo de leña y fuego para calentar grandes ollas repletas de sancocho.
El cruce del río Opia por un pueblo árido como es Piedras, Tolima, permitió que este viviera de balnearios por mucho tiempo. Según Pedro Bernardino Sosa, encargado del centro de historia del Tolima, eminencias como: José María Obando presidente de Colombia en 1853 y Tomás Cipriano de Mosquera presidente en 1842 junto a toda su tropa, iban a 'veranear' entre el sol y el agua a uno de los destinos más famosos para pasar el fin de semana. La Fragua, Caracolí, La Jabonera, son algunas de las piscinas naturales del lugar, que aún se frecuentan pero ya no tienen la misma actividad económica que antes.
Espeso como la sopa tradicional, con trozos grandes de tubérculos como las piedras, de variedad de animales y adornado con hierbas que flotan por las aguas. El río Opia, la parte más importante del pueblo. La fuente de vida de los piedrunos y todas las criaturas que habitan el lugar. Es como el sancocho que se hace para alimentar la familia que sale hambrienta del río, un brebaje de agua que parece infinito y alivia la sed con tan solo mirarlo.
Al estar allí en el río, capturando ese espacio verde esperanzador después de haber estado en el pueblo árido, vi una familia bastante extensa. Acaban de hacer su sancocho porque mientras me acercaba al río vi las talegas de basura llenas de platos sucios y vacíos, la olla gris ancha y honda con hollín en el «rabo», los ingredientes sobrantes entre una fibra envueltos en periódico y la leña carbonizada en el fogón de piedras.
Todos sin importar las edades estaban dándose un chapuzón en la parte panda del río, se reían con euforia y los más jóvenes se aventuraban hasta la cuenca de piedra de la montaña que se ve al otro lado del río. En una laja de roca que sobresale de la montaña se lanzaban algunos de ellos y los demás los alentaban con chiflidos.
Una gran cantidad de zapatos, toallas, maletas, gorras y camisetas estaban en la playa, todo desordenado como si no hubieran aguantado las ganas de meterse entre el agua fría. Pocos traían vestidos de baño, un buzo y una pantaloneta son suficientes, porque si no hay chingue, se inventa, lo que importa es vivir el momento. Hombres, mujeres, ancianos, niños y hasta los perros disfrutan del paseo.
En un folleto turístico del pueblo la atracción principal es el río, cosa que me quedó clara después de que sin haber compartido con ellos, goce del río tan solo viendo aquella familia. En el papel azul doblado como un friso, hay una lista larga de patrimonios ecológicos y turísticos y otra de animales que hacen parte de la fauna de Piedras, nunca los vi pero están en el folleto. Lo más curioso es que al final del documento, que está hecho por el presidente de la Junta de Acción Comunal Urbana, se lee en negrillas y letra roja:
El OPIA es nuestro mayor tesoro colaboremos para protegerlo, no arroje basura al agua ni en la playa. Ayudemos a preservar este lugar para que sus hijos lo disfruten como usted lo hizo HOY.
Y aunque de seguro es una cosa común en muchos sectores naturales -tristemente-, se me hizo curioso pensar que sea necesario enfatizar algo que parece obvio, cuidar la fuente de vida del pueblo, su economía, su alimento, su casa, una ducha natural, lo que refresca el lugar, es diversión y quien sabe cuántas cosas más. Pero aun así hay que recordarlo.
Es como si fuera necesario recordarle a la familia que no puedes volcar la olla del sancocho. Si se seca el Opia es como si tiraran la olla con el almuerzo, todos quedarían con hambre, disgustados e inconformes. Nadie comería de la sopa que se quedó entre la arena, cómo nadie podría volver al río si lo contaminan.
Tal vez es una cosa de turistas. Porque Piedras es reconocido por ser pionero en proponer la consulta popular y evitar que Anglogold Ashanti empresa extranjera de minería, hiciera sus excavaciones en el municipio. Todo en pro de proteger su tesoro, el Opia.
Lucinda la mamá de los Góngora, recuerda cuando iba al río junto a su padre:
«Papá siempre quería proteger la naturaleza, él decía: Ahí viene el atardecer de los venados. Si los matan, no volverá a atardecer».
Los venados según Toño ya no se ven, tal vez se fueron buscando un hábitat más seguro o se extinguieron del lugar.
Envueltos de Maduro
Se echa el maíz a ablandar unos tres días. Se saca y se lava bien. Se muele en el molino y se pone un rato al sol para que se seque. Se alistan los maduros, ya sean de plátano “hartón” o “cachaco”, bien amasados, que quede la pasta fina, y se agrega panela raspada para que queden dulces. Para una taza de maduro ya amasado, una taza de harina de maíz y un poquito de polvo “Royal” para que suban. Se alistan las hojas de plátano y se forman cartuchos grandes para envolverlos y doblarlos. Estos quedan de mejor sabor metiéndolos al horno. También se acompañan de carne asada, morcilla, chunchulla y reservada frita. Horno moderado.
Una más de las recetas del libro sin caratula. Esta poteca amarilla, es todo un manjar para los Opitas. Particularmente mi favorita, es raro porque jamás la he probado pero la receta me transporta al sabor. Igual, para mí el plátano en todas sus presentaciones es exquisito, en las casas tradicionales se come porque si y porque no, no falta en las comidas. Siempre hay una razón para comer envuelto de maduro.
Las fiestas de Piedras son como el envuelto de maduro. Envuelven al pueblo entero. Todos desde hace más de 50 años se van de fiesta el 20 de enero, festejando a San Sebastián, patrono del municipio. El santo es la excusa perfecta para armar el alboroto: aguardiente, comida, pólvora y pachanga.
Llega la tarde y se ven los carros llenos de gente entrando al pueblo. Si no son piedrunos los hacen sentir como en casa, un primo más. Una copa de aguardiente porque acaba de llegar, una cerveza para el calor y vaya pensado donde se va a quedar porque la noche es corta y la fiesta se alarga, eso va hasta las 10 de la mañana y eso si es que su cuerpo no aguanta más. El almuerzo lo sirven a las 4 de la tarde, después de darse una buena siesta, se sampa su buen plato de sopa, luego va el arroz, carne, yuca, papa y un envuelto pa´ darle la alegría al seco y de sobremesa la cerveza número... seguro ya no se acuerda de eso y una limonada de panela como para variar el alcohol.
Pero no crean que es un plan para mayores. Los niños se gozan la fiesta tanto como los adultos, tal vez ellos no se están hasta las 10 de la mañana pero ven el amanecer. Juegan, más o menos, hasta las 11 de la noche con las latas vacías de cerveza al fútbol o correteándose uno al otro. Cuando el baile entre los adultos se anima más, los niños ayudan a correr las mesas cuando empiezan a estorbar y hay que abrir espacio para los que llegaron y los que hasta ahora se animaron a mover las caderas. Todos bailan y cantan «a grito herido». Lo 'guambitos' se saben las canciones de despecho y las cantan como quien ha vivido un desamor, la música popular es protagonista entre los géneros.
Sin embargo, el 20 de enero no es la única fiesta. El patrono de Doima es San Miguel y por él también se celebra, el 28 y 29 de septiembre empiezan las ferias y fiestas de retorno. Además, los cumple años del primo o la prima hay que festejarlos - y bastantes que sí son-, por el que se lanzó a la política, porque ganó o porque no, por el día de las madres y el de la mujer, es decir, razones para una pachanga hay de sobra.
Las fiestas del pueblo tienen lugar en el parque, el coliseo y la plaza de toros. Las fiestas más personales se arman en el patio de la casa y se trasladan a la discoteca “La Piedra Caliente”, diagonal al parque en una esquina. El lugar se anuncia tan solo con sus colores vívidos, el verde oscuro en sus columnas, los pisos naranjas, las paredes en un degradé de azul a verde fosforescente y se adorna con la pintura negra de notas musicales y personas bailando y tocando instrumentos.
Como si eso no fuera suficiente y las personas no supieran ya qué es ese lugar, el letrero que dice “Caseta y discoteca. La Piedra Caliente” está pintado en ambas paredes de la fachada, además hay un cartel patrocinado por Cerveza Costeña, ubicado en el techo, se ve que tiene ya sus años porque está amarillo por el sol, dice lo mismo que los anteriores pero le agrega al inicio “Enrúmbate con Costeña”. Y por si no vio nada de eso, hay una pancarta que parece más nueva y es más grande que todos los demás letreros, también dice lo mismo pero esta da la bienvenida. El bailoteo y la bebida no tienen pérdida alguna.
Las fiestas como el envuelto de maduro, duran en proceso 3 días. Pero si se pasa mucho ablandando el maíz, se enfuerta y ya no sabe igual. A veces las personas se pasan de tragos, se le suben los humos y la fiesta termina en una pelea. Al otro día el chisme se riega por todo el pueblo, si usted no alcanzo a ver el espectáculo lo va a revivir a la mañana siguiente.
«¡Ush! yo como me disfrute esas fiestas. Me tocó que irme a las 5 de la mañana porque al otro día tenía que venir a atender la panadería. No alcance a ver la pelea ¿Usted si la vio?..... Los fulanito con los zutanito, un grupo de muchachos. Menos mal que mi hijo se fue conmigo porque ese es amigo de los zutanito y usted sabe, a defender los amigos, hubiera pagado los platos rotos. Eso siempre pasa».
La señora de la panadería nos contó la historia mientras tomábamos jugo y comíamos pan. Mientras tanto, Toño aprovechaba y le coqueteaba. La mujer de más o menos unos 35 años, reflejaba a la piedruna típica. Pelo negro recogido, de baja estatura, contextura gruesa, piel morena y de rasgos indígenas. Se le acentuaba la sonrisa cada vez que Toño, lanzaba un comentario de picardía. Sus dientes estaban amarillos y algunos estaban negros en la raíz, varias de las personas que conocí en piedras tenían los dientes así, tal vez porque no conservan el hábito de cuidarse los dientes o no les alcanza para ir al odontólogo.
La mujer de la panadería termina su turno a eso de las 4 de la tarde, sale del lugar con la pinta de todo aquel que se pasea por las calles de piedras. Zapatos de plástico empolvados, la mayoría de personas usan los que tienen estilo de crocs, la influencia de la ciudad ha hecho de ellos las alpargatas modernas. Casi siempre los llevan a medio poner y de vez en cuando se los quitan para rascarse el pie con la pantorrilla. Se envuelven un poncho en la cabeza para evitar el sol y si van en moto se tapan la cara para no respirar el polvo.
«Me voy donde la comadre mientras pasa el bus, hasta luego».
La mujer le da una especial sonrisa a Toño y se va. A ella la conoce seguramente de antes pero en las fiestas se afianzó su “amistad”. Las fiestas son el escenario perfecto para reunirse y conocerse. Todos bailan con todos, entre paso y paso y unos cuentos aguardientes, se presentan, se acuerdan de la infancia en el pueblo y resultan siendo mejores amigos o en su defecto, familia.
«Nos sentamos en la mesa con Julián, Alejo y Jovaní. Baile con los Troncoso un rato de la noche, pero luego llegó Tulio y me fui a la mesa de ellos. Más tarde me encontré con Carmen y nos reímos un montón viendo a Katherine bailar. Luego se presentaron entre tal y tal y terminamos bailando todos. Ya después estaba muy cansada y me llevaron en moto hasta la casa, apenas me alcance a poner la pijama, prendí el ventilador y caí como una piedra».
Esa es la versión de mi mamá, la historia se repite entre los asistentes de las fiestas, varían los actores y tal vez no se acuerdan del final por el exceso de alcohol. Pero de seguro a todos al otro día les duelen los pies de tanto bailar, porque aunque sea un poquito tronco para moverse, la noche no le perdona la azotada de baldosa.
Bizcochuelo
Otro de los platos favoritos del tolimense, para toda celebración, ya fuera las tradicionales de San Juan y San Pedro o para los “pafolios”, “bodas”, “cumpleaños” “navidad”, etc.
Para una libra de achira bien bajita, se van 24 huevos y una libra de azúcar, un trago de aguardiente y un limón rallado, 1 cucharada de harina de trigo y otra cucharada de maicena. Se baten aparte las claras hasta que forme nieve dura, luego las yemas, se mezcla el azúcar, el aguardiente y la raspadura del limón. Se sigue batiendo hasta que se espese. Se tienen las cajetas engrasadas para vaciar el contenido. Para este menester se necesita una sopera de barro y un batidor de palo. El horno moderado. Se mira el estado porque pueden quemarse.
La última receta que escogí del libro. Una de las que más me gusta y con la cual sentí tener especial afinidad. Me hace recordar cuando mi mamá traía pequeños trozos de Bizcochuelo a la casa; dulces, esponjosos y suaves al comer. No daban un brinco cuando llegaban. Pero más adelante trajo un bizcochuelo más grande, éste ya no era tan suave y esponjoso, se sentía duro y viejo.
Mientras discutimos en casa de Lucinda la gastronomía particular de Piedras, mi mamá mencionó que le gustaba mucho el bizcochuelo.
«Nooo, pero eso ya no lo hacen por aquí» Le respondió Toño.
«Pero si yo llevé hace poquito uno» Dijo mi mamá. Seguramente es el mismo que yo recuerdo, viejo y duro.
«¡Jummm! Prima, eso ya no lo hacen igual, ahora los hacen duros, ya no es lo mismo, es que yo recuerdo, eso lo hacían en latas de Sardina».
Latas de sardina
No son las únicas que se reciclan, todo lo que en la ciudad se bota porque solo tiene un uso, en Piedras tiene más de uno y si no lo tiene se guarda porque tal vez algún día tendrá. Una característica muy especial del pueblo, muy pocas cosas merecen ir a la basura. Los patios de las casas casi todos tienen un espacio -si no es que el patio entero- donde se depositan las cosas que ya no se utilizan pero que no se quieren tirar del todo.
Ese espacio, es como la tradición. Está ahí arrumada, olvidada, con el tiempo se deteriora y al final desaparece entre polvo. Se está perdiendo, todos los saben. Crónica de una muerte anunciada.
Ya no saben hacer el bizcochuelo.
«¡Toño! y Lucinda ¿No sabe hacer bizcochuelo?» Le pregunta mi mamá.
«Pues claro, pero mi mamá ya está muy vieja y con ese problema que tiene en los huesos… No puede».
«Eco, pues dígale que le enseñe, ella le dicta la receta y usted lo prepara, además eso le sirve a ella para que se distraiga».
«No prima, yo no estoy pa' esas», responde entre risas y con desinterés.
Ninguno de los hijos se tomará el tiempo de aprender.
«Prima y ¿cuándo va a volver? Casi no vienen por acá», me dice Toño más de una vez mientras estoy en el pueblo.
Aunque parece que mi mamá fuera muy seguido, en realidad va menos de las veces que quisiera, va a las fiestas del pueblo y las demás visitas las elige con detalle porque no puede ir tan seguido.
Y yo… Yo evito mucho ir. Me he perdido de muchos momentos en los que se sirve bizcochuelo tradicional. Tal vez siento que no es mi espacio, pero cada vez que escucho las historias de mi mamá, siento nostalgia de no aprovechar el espacio, la familia. Tengo vagos recuerdos de ir junto a mis papás a ver las alboradas de Piedras, a visitar a los familiares de mi mamá que ya la mayoría murieron. De bañarme en la alberca que parecía una piscina en el patio de otro de los tíos. De los perros de cacería y los atardeceres de vuelta a Ibagué con mi abuelo y uno de sus primos después de unas fiestas.
Cómo el bizcochuelo, crecí en una caja hermética. Me aparte de la tradición y le di más importancia a otras dinámicas. Ahora parece un deber recuperar lo que se está perdiendo. Los recuerdos que eran dulces y alegres, se amargan y se endurecen porque tal vez otras generaciones no podrán probar a Piedras.
Toño me dice prima, probablemente ya no seamos primos, primos. Pero llevamos la misma sangre y me gusta creerlo porque ya el pueblo empieza a parecer familiar. Todo a mí alrededor hace parte de mi historia y yo lo he apartado. Mientras capturo el parque en fotografías veo un perro que se acerca con entusiasmo en mi dirección y bate la cola. Suena extraño pero seguramente él también es familia.
Al pasear por el parque mientras mi mamá conversa con Toño sobre los chismes de la familia, veo los bustos de los personajes emblemáticos de Piedras. La gente pasa por el lado y nadie se toma el tiempo de leer la estampilla de historia que tiene cada uno. Ignorar la historia que está ante nuestros ojos es sencillo.
Desde el centro del parque se ve la iglesia, la discoteca, la alcaldía, la panadería y algunas casas. Se ve en la entrada de las casas unas matas en macetas recicladas o botellas de plástico cortadas a la mitad, la cicla o la moto parqueada al lado de la puerta y la infaltable mecedora. Todo lo que se necesita para una vida tranquila. Así es el bizcochuelo, en su sabor y textura se encuentra lo que hace de una comida dulce y agradable.
MÁS NOTICIAS:
Comentarios