Menos de 24 horas después de que las Fuerzas Armadas anunciaron el fin de la cruenta toma al Palacio de Justicia, el presidente Belisario Betancur convocó a sus ministros a un consejo extraordinario en la Casa de Nariño.
Por tres horas, según los periódicos de la época, la cúpula del gobierno analizó los documentos preparados por un equipo de magistrados de las altas cortes, dirigidos por el ministro de Justicia, Enrique Parejo González.
Al finalizar la reunión, el presidente Betancur dio a conocer cuatro decretos de Estado de Sitio, orientados a reorganizar el funcionamiento de la rama Judicial. El último de estos, el número 3273, del 9 de noviembre de 1985, tenía como fin principal asignar los recursos para la reconstrucción y dotación de las oficinas de la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, destruidas en las 28 horas de combate entre las fuerzas del Estado y los 35 guerrilleros del comando Iván Marino Ospina, del M-19, que ocuparon el Palacio.
El decreto aprobaba adquirir un crédito extraordinario de 400 millones de pesos para iniciar las obras. Trece años después, cuando las oficinas comenzaron a ser ocupadas, en 1998, el costo de la edificación había ascendido a 63 mil millones de pesos.
Y este mes, cuando se conmemoran 30 años de la toma del Palacio, aún falta elaborar y colocar, en el patio del edificio, una estatua del general Francisco de Paula Santander, y otras obras de arte.
En el patio apenas está la losa de granito rojo sobre la cual descansará la imagen del ‘Hombre de las leyes’. Y, todo indica que así seguirá por un buen tiempo, pues el dinero para la construcción de la estatua deberá provenir de la venta de una estampilla cuya emisión fue autorizada por el Congreso hace nueve años, pero que aún no ha salido a la luz.
La estampilla fue encomendada al Ministerio de Comunicaciones a través de la Ley 1056 de 2006, mediante la cual “la República de Colombia honra y exalta la memoria de los magistrados, servidores públicos y miembros de la Fuerza Pública, que fallecieron en el Palacio de Justicia”.
Por ahora, el arquitecto y administrador de la sede de las altas cortes en Colombia, Tito Ramiro Peralta, se conforma explicando que, cuando la estatua esté en su lugar, se alineará perfectamente con la estatua de Simón Bolívar, que esta mañana diáfana de octubre se alcanza a ver a más de cien metros hacia el sur, en el centro de la plaza que lleva su nombre.
También formará una línea recta con la imagen del general Tomás Cipriano de Mosquera, que se ve aún más allá, en el patio de entrada al antiguo edificio del Congreso, y con la estatua de Antonio Nariño, que domina el patio de la Casa de Gobierno.
Esa perspectiva es posible gracias a que, desde el comienzo, los arquitectos que diseñaron el nuevo Palacio, encabezados por Roberto Londoño, tenían claro que la edificación debía tener un gran espacio abierto que se complementara con la plaza de Bolívar, el espacio público más grande del país.
Diseño posmodernista
Pocas semanas después del incendio y de la batalla que acabaron con el Palacio, el gobierno convocó a equipo de expertos para decidir qué hacer con lo que quedó del edificio: reconstruir o demoler y construir de nuevo.
El edificio había sido construido por el arquitecto Roberto Londoño, cuyo diseño ganó el concurso que convocó para tal fin la Sociedad Colombiana de Arquitectos. El proyecto se desarrolló en los años 60, en pleno auge modernista. Era una edificación revestida en piedra y con muy poca relación con el exterior. El administrador del edificio recuerda que existían dos entradas: la principal, hacia la plaza de Bolívar, era usada por los visitantes. Los empleados de la Corte Suprema y del Consejo de Estado, los tribunales que ocupaban el Palacio, ingresaban por el parqueadero, que daba a la carrera Octava. Por este lugar irrumpió, hacia las 11 y 30 de la mañana del 6 de noviembre, un camión repleto de guerrilleros.
Las primeras reuniones para decidir la suerte del maltrecho edificio se llevaron a cabo en diciembre de 1985, recuerda el arquitecto Tito Ramiro Peralta Martínez, quien participó de ellas. Al mismo tiempo, un equipo de arquitectos dirigido por Londoño, y asesorado por la Sociedad Colombiana de Ingenieros, comenzó a trabajar en el diseño. Este debía ceñirse a las nuevas tendencias arquitectónicas, marcadas ahora por el comienzo del posmodernismo.
Aunque reconstruir era más rápido y económico, el informe técnico echó por tierra esa posibilidad. Lo mejor era demoler y reconstruir.
El arquitecto Peralta Martínez, quien en aquella época tenía 27 años, dice que el equipo de diseño comenzó a trabajar bajo dos conceptos: que el espacio de la plaza de Bolívar se proyectara hacia el interior del Palacio y que mantuviera la identidad con la arquitectura de la plaza. Querían que el diseño recordara de alguna forma los patios coloniales, las cúpulas de las primeras edificaciones de Santafé de Bogotá y las galerías y pasajes, típicos del centro de Bogotá, que permitían el tránsito en las frecuentes temporadas de lluvias que azotaban a la capital.
Con esas ideas se levantó el actual Palacio. Tiene un gran patio central que atraviesa toda la cuadra, entre calles 11 y 12, y permite observar un amplio panorama de la Plaza de Bolívar. Por el costado occidental, que da a los almacenes de ropa y restaurantes de la carrera octava, se construyó una galería que casi empata con la galería del Palacio Liévano, sede de la Alcaldía de Bogotá.
El proyecto tiene tres estructuras para oficinas en forma de U. La mayor de estas tiene 10 pisos y las otras se elevan cinco niveles. El parqueadero tiene tres sótanos y cupo para 450 vehículos, unos 200 más que el anterior.
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