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Hemos asistido a una puesta en escena dramática que ha dejado ver el lado mas enfermo de esta sociedad, la sociopatía heredada de la violencia, la desproporción, la antítesis de la concordia, de la mesura, en su más cruda expresión.
Retrocedimos como país medio siglo, imponiendo la violencia irracional en la calle sobre la razón, privilegiando el odio sobre la inteligencia y la búsqueda de acuerdos, consensos, para lo que se supone debería servir la política.
Como espectadores en primera fila acudimos al secuestro del sentido mismo de humanidad avalando la barbarie estatal o las prácticas medievales de turbas enardecidas, todo en nombre de causas justas.
Un macabro juego de roles, alternando el papel de presas y depredadores, de verdugos y dueños de la verdad.
Una derrota colectiva a la razón ardiendo en el combustible de la confusión, el engaño y la mentira propiciado desde la apertura de las redes sociales y la multiplicación desaforada y sin filtro de realidades parciales.
En una semana pateamos el inviolable valor de la vida como un balón de fútbol, de un lado al otro, sin reglas, sin la más mínima consideración ni decencia. Y aunque resulta un pleonasmo hablar de víctimas inocentes, el más escalofriante mártir de esta espiral de violencia es sin duda un bebé prematuro al que en su batalla por venir al mundo, premeditadamente se le negó el derecho a vivir.
Qué puede entonces uno esperar de una sociedad donde los derechos se vulneran antes de nacer, donde hay quienes creen tener la facultad teísta de decidir sobre la existencia de otro ser humano.
Le dieron un tiro de gracia a la tolerancia y la dejamos ahogar en su propia sangre, fríos, indiferentes.
Se violentó el pensamiento libre, la opinión diversa, el pluralismo y el disenso. Se atacó desde la Resistencia la libertad de prensa conquista de la revolución francesa.
En una semana hicimos todo lo necesario como cómplices o actores directos para asesinar la democracia.
Por eso hoy contrariando el pensamiento de muchos, como sociedad no hay ninguna victoria, no hay vencedores, todos fuimos vencidos.
Perdón, pero no hay motivos para sentir tanto orgullo como vergüenza ni en esta ni en las anteriores generaciones.
Hoy más que nunca necesitamos resocializarnos y el camino no es otro que el de la educación.
Educación para escucharnos sin matarnos, para convivir como seres civilizados.
Educación para la ciudadanía y su ejercicio responsable.
Más educación para forjar criterio, no para adoctrinar. La escuela, el colegio y la universidad como espacios para tener miradas holísticas que aporten a forjar el pensamiento propio y no campos de concentración donde se inocula tanto odio como resentimiento, en pro de favorecer intereses ávidos de poder.
Un poco más de educación para entender el funcionamiento del Estado y las instituciones, cuando de elevar peticiones se trata.
Cátedras de historia para no repetir los errores del pasado y de sentido común para comprender que medio siglo de deudas sociales no se resolverán en un año, en un período presidencial, tan siquiera en una década, aunque urge sí la construcción de una agenda con fuerza de política pública para comenzar a transformar, a la que cada gobierno de turno, sea del color que sea, le dé continuidad y cumplimiento bajo el examen de la ciudadanía.
Asignaturas para combatir el egoísmo y la hipocresía, para poder reclamar firmeza frente a la corrupción sin cargar con el peso en la consciencia de saltarse el lugar en la fila o callar cuando el tendero se equivoca en la devolución del cambio en detrimento de su propio capital.
Si queremos ser fuerza de cambio estamos llamados a mudar las actitudes personales que no hacen bien, que se salen del carril de la rectitud para tener qué aportar en lo colectivo. No sólo gritar.
Finalmente, educar para construir, para ser concreto que selle y edifique con firmeza más no la maceta que lo destruye todo.
Una reflexión para ser leída en reposo, sin sectarismo, sin apasionamientos pero sin olvidar que afuera el fuego todavía arde.
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