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Quizás ningún otro presidente gringo se hubiera atrevido a decir algo similar: Ni el presidente Nixon una década antes, ni el presidente Clinton una década después. La razón es simple: la frase resulta impropia en un estadista. Reagan no lo era pero, en cualquier caso, la solución suponía adoptar menos gobierno, menos administración, menos autoridad, menos estado.
Se producía un desplazamiento del péndulo de la historia para el otro lado: Luego de casi un siglo de avances hacia el Estado de bienestar, surgió una nueva idea, abonada en la vieja ética anglosajona: No hay razón alguna para que el Estado provea caridad. Su función es residual y sus responsabilidades sociales han de ser mínimas. No necesita preocuparse por la suerte de quienes fracasaron en el objetivo de asegurarse su propio bienestar.
Iberoamérica hizo suyas las palabras de Reagan y se perdió en ellas: Privatizó servicios públicos, redujo el gasto social, eliminó logros laborales. Con el argumento de mantener baja la inflación y obtener el crecimiento de la economía, adoptó un riguroso monetarismo que no obtuvo los resultados previstos. Por el contrario, divorció la economía de la política y privilegió el sector financiero o especulativo, sobre el sector real o productivo.
Desde entonces, riqueza y desigualdad crecen al mismo tiempo. Quienes buscan inducir los tipos de interés hacia la baja con argumentos como facilitar la inversión, el consumo interno o el crecimiento del empleo, son ignorados por los monetaristas, incluida en ellos, por supuesto, la Junta Directiva de nuestro Banco de la República. El resultado es calamitoso: La devaluación jalona la inflación y viceversa. En tales condiciones, la economía se frena, la deuda externa crece y el único beneficiario es el sistema financiero internacional.
La pandemia revivió la necesidad de un Estado activo, no solamente regulador. Este mundo “local” se acostumbró a un Estado más bien espectador, pequeño para lo grande y grande para lo pequeño. El mercado no lo ve, pero es necesario mirar hacia las sociedades capitalistas del siglo XX que -a diferencia de lo pronosticado por el marxismo- registraron importantes niveles de inversión y de desarrollo empresarial, incluyendo no solo incrementos en utilidades sino en salarios. A ese buen resultado contribuyó una responsable intervención del Estado en la economía de mercado.
Lo que hoy se advierte es el regreso del péndulo. Después de casi medio siglo, emerge un reencuentro del capitalismo con su tendencia más humanista. Las personas que manejan instituciones pueden razonar pensando en el bienestar social; los mercados no, porque carecen de sensibilidad ética. La situación llegó al extremo registrado por la Oxfam: 60 personas son dueñas de una riqueza igual a la de los 3600 millones más pobres del mundo.
Todo eso muestra dos cosas: Una, la historia es pendular y los hombres son más objetos que sujetos de ella. Otra, los pueblos no deben improvisar presidentes. No saben gobernar y, por lo tanto, improvisan. Si el problema es el gobierno, o el Estado dicen otros quedamos en el peor de los mundos: Las soluciones en manos del problema.
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