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He permanecido por largas temporadas encerrado escribiendo, pintando o leyendo, alejado de lo que hay más allá de mi ventana. No veo nada extraño en hacerlo. Vivo universos distintos a la rutina de la ciudad con sus ruidos, sus placeres y sus atrocidades. No por una pandemia, ni por una peste, salvo la de las balas, sino por una necesidad de creación que solo fructifica en soledad y justifica mi alejamiento del mundo.
Pero el hecho de ser hoy obligado a no salir permite que aflore un deseo interior de estar al aire libre. Es mi instinto de libertad que se revela.
Pues bien. La respuesta ha sido aguantar. No salir. Y por eso, si repaso mis actividades cotidianas, creo que han cambiado. Antes salía todas las tardes. Hoy no. Me levanto muy temprano, prendo mi computador y brujeo un poco por las redes. Luego despliego en pantalla un archivo de Word y comienzo a corregir, agregar o inventar textos que se asemejen a lo que pienso y expresen lo que siento.
A las seis a.m. tomo mis medicamentos crónicos, recojo el periódico y me entretengo repasando noticias o leyendo algún artículo interesante (pocos, en verdad), hecho lo cual comienzo mi caminata cotidiana hasta las ocho y media, momento en que con Alba nos aprestamos a tomar el desayuno. Luego ella a su taller de muñecas y yo al mío de palabras.
Solo ella puede salir. Y aprovecha para aprovisionarnos de lo necesario, porque sólo un día coincide su cédula con el pico ese para acceder al supermercado. Cuando se hace necesario pedimos a domicilio, servicio muy eficiente por estos días. Así vamos tasando el presupuesto, apenas justo, porque las entradas extras que tenía por venta de obras, escritas o pintadas, ya no existen por la cuarentena.
Así que nos acomodamos no solo al reducido espacio en que nos movemos, sino también a mi mesada pensional, que consignan en mi cuenta.
Cuando conversamos en la sala, nos despedimos porque ella emprende viaje a la cocina y yo a mi estudio. Nuestro espacio a duras penas alcanza los noventa y ocho metros cuadrados. Mi estudio no cuenta, lleno de libros, cuadros, caballete y escritorio.
Pero lo más terrible del encierro no es carecer de la posibilidad de salir sino el bombardeo de tragedias en los medios, la bajeza actual de la convivencia, la bendita condición humana. Uno puede llegar a estresarse. O a enloquecer.
Sin embargo, resistimos. Tenemos paciencia. La consigna, entonces, es no ceder y permanecer en casa. Ser caseros. Estamos entrenados.
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