La peor parte

Benhur Sánchez Suárez

Tercera edad, adulto mayor, viejo, anciano, veterano, longevo, arcaico, abuelito, son palabras, algunas veces cariñosas, que se usan para designar personas que han rebasado los sesenta o más años, pero que al lado de “vejestorio” o “cacreco”, se convierten en ofensivas y discriminatorias.
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Hoy, la verdad, se usan despectivamente con motivo de la invasión del Covid-19 y de la cuarentena, como si en realidad nos hubiéramos convertido en estorbo para la inmensa población juvenil que, con su sobrada energía, no acatan las normas establecidas de confinamiento y se creen superiores a la pandemia. Inmortales, más o menos.

La verdad, necesitarán de UCIs cuando comiencen a contagiarse y a contagiar cuanto ser se atraviese con sus desparpajos. Y los vejestorios dejemos de ser atendido por razones obvias de producción, plusvalía y todos los perendengues del neoliberalismo. Que se mueran, viejos inútiles, es la consigna de muchos gobiernos en el mundo.

O como si hubiera una cruzada contra la tercera edad. Y pareciera ser cierto, pues según el filósofo surcoreano Byung-Chul Han la edad promedio de los fallecidos por Covid-19 en Alemania, es de 80 u 81 años (ver: 9 definiciones sobre el Covid-19, en mdzol.com) Y por estos lados del erial patrio acontece lo mismo.

Para colmo, el trato que nos dan no es confinamiento, sino encierro represivo. Y, en muchos casos, sentencia de muerte por hambre y abandono.

Claro que, como sucede en mi caso, que no he sido patialegre, prefiero estar en mi casa produciendo alguna cosa o, cuando menos, leyendo algún libro. Pero aun así, mi encierro es voluntario. Otra cosa muy distinta es cuando nos obligan a encerrarnos como condición para seguir viviendo. Si no nos mata el virus nos matan los decretos oficiales.

Entonces sentimos vulnerado un derecho fundamental y es el del libre albedrío. Muchos tenemos algún medio para vivir decorosamente el confinamiento oficial, ya por pensión o por recursos ahorrados, pero la mayoría necesitan salir a conseguir el sustento diario. En esa amplia población es que está ensañada el hambre y con ella la muerte.

Y como no hay camas suficientes en los centros de salud, las pocas se reservan a los que tienen más “posibilidades”. Los ancianos regresarán a sus refugios donde morirán irremediablemente, sin atención alguna. Tal vez con una aspirina como calmante y la espada en el cuello como único aliciente.

Entonces recuerdo al filósofo de mi pueblo, llamado el Poeta de Sodoma, que dijo alguna vez: “Hay días en que nos toca enfrentar todas las batallas para vivir”. Y entonces lloro, porque cuando lo escuché, no imaginé que iba a llegar a viejo.

Así que, por favor, no se enfermen compañeros de centuria. Sepan que a donde vayamos siempre llevaremos la peor parte.

BENHUR SÁNCHEZ SUÁREZ

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