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Primero debo decir que me suscitó varias reflexiones, las cuales me llevaron a descubrir mis propias circunstancias, ver con otros ojos el paisaje que forma el parque rodeado de edificios.
La convivencia en los multifamiliares no todas las veces es afortunada. Sucede que en muchas ocasiones un vecino pareciera que nunca ha compartido con sus semejantes ese espacio tan reducido de los apartamentos.
En los veinte años que llevo en el edificio no había tenido un vecino insufrible encima mío como en este último año con pandemia.
Recuerdo que antes lo habitaba una profesora cuyo defecto, en relación con los sonidos que se expanden como un eco, era recorrer su piso con tacones puestos. Aun así era tolerable, porque salía temprano y regresaba ya entrada la noche, y me dejaba el día libre para leer, pintar o escribir, mi rutina favorita.
A veces especulaba por qué razón no usaba unas pantuflas para estar cómoda en su casa y no delante de sus alumnos hablando de literatura. Y me sentí cursi pensando encontrármela para insinuarle mi idea de las pantuflas. A veces la veía a las cinco y media de la mañana cuando salía a mi caminata cotidiana por el parque y ella salía para su colegio.
De un momento a otro, el año pasado, desapareció el taconeo y fue sustituido por un continuo martilleo, justo en la habitación encima de la que habilité como mi estudio, con mi biblioteca, mi escritorio y mi caballete. Como si enderezaran puntillas, con igual sonido seco al soltar el martillo sobre el piso. Con saña. Como vengándose.
La molestia no era constante y con horario definido sino en diversos momentos del día o de la noche. El insufrible vecino me hacía recordar las torturas, como la gota de agua cayendo intermitente en la cabeza de un impío.
Quise poner la queja en la asamblea de propietarios, este año virtual por efecto de la pandemia, pero los dueños se adelantaron para informar que iban a cambiar todo el piso del apartamento por lo que pedían disculpas por las molestias que se presentaran. Quedé desarmado. Aguantamos tres semanas hasta que los obreros no volvieron pero el martilleo ha continuado como antes del arreglo.
Estoy enloqueciendo. No puedo escribir, ni leer ni pintar. He pensado en vender el apartamento para buscar mejores aires. ¿Matar al tipo? ¡No! Un día bajé para indagar con el portero pero él me dijo que arriba ya no había nadie.
—¿Y el martilleo?
—Debe ser algún fantasma.
Bueno, yo con inquilinos así no me meto.
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