Mientras preparaba lo necesario para un nuevo recorrido, vi que un joven en muletas se acercaba a la puerta; venía guiado por referencias que le habían dado sobre mí y con el pretexto de conversar y pedirme apoyo acerca de una idea suya. Francamente no pude haber imaginado que se trataba de uno de los delincuentes más temidos del sector, puesto que su aspecto era el de un muchacho normal que se encontraba en situación de discapacidad; tampoco imaginé que su determinación fuera tanta como para no ser ni sombra de lo que era hace dos años.
En tres horas me contó nueve años de robos y asesinatos cometidos en medio de marihuana, alcohol, pepas, perico y pegante; me sentí escuchando la confesión de quien quería ser perdonado: “yo creo que diosito me mandó esto de castigo para que probara un poquito del daño y del dolor que le he causado a las personas”, me dijo, y agregó: “quedé cuadrapléjico por un disparo, 18 meses en la cama sin poderme mover, luego estuve en una silla de ruedas, después con un caminador y ahora en muletas”. Hoy día, según contó, ya no consume drogas.
Los relatos fueron escalofriantes y tuve emociones encontradas, por un lado, al buscar apoyo, la comunidad lo había guiado hacia mí y mi actitud de escucha había facilitado de alguna forma que este joven se desahogara -y eso estaba bien-, pero por otro, sus historias eran tan fuertes y tal el daño causado que sentí por un momento que sería irremediable su condición, como imperdonables sus crímenes: las madres y los padres que perdieron a sus hijos, los hijos e hijas que perdieron a sus padres, familiares, amigos; nueve años de maldad que no habían podido ser terminados con un balazo en la columna, que tampoco pudieron acabarse ni siquiera pidiéndole a sus amigos que le ayudaran a morir mientras yacía en la cama, pero que ahora él quería retribuirlos a la sociedad: “quiero decirle a los jóvenes que este estilo de vida no funcionó, quiero convertirme en su espejo, para que vean, escuchen y reflexionen tomándome como ejemplo”, comentó.
No le prometí nada pero le pedí que regresara al otro día a conversar. ¿Por qué debería ayudarlo? –pensé- ¿así de fácil todo? ¿Porque le dispararon y quedó mal, ya no quiere matar más y listo? Algo no cuadraba de toda esta historia y nuevamente me cuestioné como persona, como profesional, como sociedad. Lo correcto es perdonar, lo correcto es ayudar, lo correcto es servir sin importar a quien, pero al final, ¿cuál debía ser el mensaje para transmitirle a los jóvenes? ¿Que hay perdón para todo lo malo que se hace? ¿Que sólo cuando nos pasan las cosas nos damos cuenta de la magnitud de lo que hacemos? ¿Que se puede entrar a las drogas y salir en cualquier momento? ¿O que la determinación de un ser humano es tan fuerte como para salir del fondo o como para tomar la decisión de perdonar todo el daño causado?
Hoy día los resultados han sido tan escalofriantes como el mismo testimonio: un poco más de 1500 personas entre estudiantes de colegios y universidades, padres de familia y docentes han escuchado su testimonio y han hecho parte de una reflexión colectiva; hasta el momento le han quedado a este muchacho la gratitud del público por llevarles un mensaje de esperanza, las felicitaciones por su deseo de superación y muchos más motivos para rehabilitarse física, mental y espiritualmente, y a mí, la incertidumbre de saber que hay muchos como él que quieren cambiar su vida y muchos otros que no creen que sea posible.
federic.cj@gmail.com
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