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En el siglo XX, tras los estragos imperiales de la colonia y las secuelas resultantes del proceso de la independencia, la disputa del poder enfrentó a liberales y conservadores en una escalada de muerte recurrente, como fue el período anegado de sangre y fuego, entre 1946 y finales de la década de los años 50. El regreso del Partido Conservador al poder con énfasis hegemónico desató la tormenta del odio, como si sus actores fueran enemigos acérrimos. Esa confrontación letal le costó al país más 200.000 víctimas, casi todas de filiación liberal. Fue una persecución abismal, con aniquilamiento de las garantías democráticas y el Estado de derecho.
Después se han surtido otras violencias, de las cuales han sido actores, combatientes de las guerrillas, bandas criminales del paramilitarismo, sicarios del narcotráfico y miembros de la Fuerza Pública del Estado, con acciones extremas. Ese tropel de exterminio, con muertes, desaparición forzada, desplazados y secuestrados, además de otros ultrajes a la persona humana, deja víctimas que se calculan en 9 millones.
Un capítulo abrumador en la historia de la violencia en Colombia es el exterminio de la Unión Patriótica entre los años 80 y 90 del siglo XX. Paramilitares y hasta agentes de la Fuerza Pública del Estado están comprometidos en las acciones de exterminio. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ya se pronunció sobre la responsabilidad del Estado colombiano en esos hechos imponiéndole actos de reparación a las víctimas.
Y en ese entramado de violencia, con responsabilidad oficial, hay mucho más. Está el expediente de la ejecución extrajudicial de 6.402 colombianos por parte de militares activos, con la justificación que habían sido dados de baja en combate. Todos los testimonios ante la JEP de oficiales comprometidos en esos crímenes confirman que fueron actos irregulares para mostrar unos resultados falsos. Algo que afecta la autoridad de la institución militar.
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