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La violencia en el país se convirtió en una fuente de poder y se le utiliza como estrategia política o insumo de negocios que dejan plusvalía. Y se sustenta como una ideología aplicada al manejo del Estado.
La generalización de la violencia abarca desde los llamados delincuentes comunes hasta los combatientes de las guerrillas, los paramilitares, las bandas al servicio del narcotráfico, los miembros de las Fuerzas Militares oficiales y los diferentes clanes criminales que matan con el placer de su amargura, además de los predicadores ilustrados.
Las guerrillas han incurrido en actos reprobables, con secuestros, emboscadas, extorsiones, reclutamientos forzados, desapariciones, despojo de tierra y todas las demás formas de ultraje de la existencia humana. Lo mismo han hecho otros grupos armados. Pareciera ser que celebran el aniquilamiento de sus contrarios. Es insólito que los militares del establecimiento hayan sido destinados a las ejecuciones extrajudiciales o los llamados falsos positivos con el exterminio de 6.402 colombianos inocentes, presentándolos después como muertos en combate. Pero no es el único expediente que señala a la Fuerza Púbica. El exterminio de la Unión Patriótica también la compromete, así como acciones represivas contra participantes en las protestas públicas. Y hay masacres que siguen impunes.
Hay dirigentes del país que defienden el exceso de la fuerza pública. Sostienen que “el ejército es una fuerza letal que no tiene por qué pedir permiso para matar”.
Esa defensa del abuso de autoridad de parte de los miembros de la Fuerza Pública ha sido caldo de cultivo para los generadores de violencia.
Otra forma de atizar la violencia es la diatriba constante contra las negociaciones de paz. Algunos son proclives a la prolongación del conflicto armado como si este les proporcionara ganancias. Durante el gobierno de Iván Duque (2018-2022) se hizo todo lo posible por dejar sin validez el acuerdo del mandato de Santos y las Farc. No hubo la implementación que estaba dispuesta. Tampoco se tomaron en cuenta a las víctimas y buena parte de los recursos destinados a atender los compromisos asumidos tomaron rumbo diferente. Todo ello le resta acciones a la paz, que se considera la mayor prioridad de la nación.
Las acciones continuas y los estímulos a los actos de violencia son un suplicio que impone la acción militante de los colombianos en defensa de la paz, lo cual debe llevar a la consolidación de las soluciones que requiere Colombia para salir de las encrucijadas recurrentes.
Se requiere hacerle frente a los violentos de todas las vertientes. Su discurso es obsoleto y hay que denunciar el talante criminal con que manejan la nación para privilegiar sus intereses.
Mediante la paz hay que abrir el camino que lleve a una transformación que garantice hacer de Colombia la potencia de la vida de que se habla, por lo que representa para todos.
Las marchas del pueblo en defensa de sus intereses no tienen por que alamar a nadie. Es un derecho de espíritu democrático.
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