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Apenas hasta la semana pasada me insistieron para que conociera un caso que a mi juicio es emblemático de todo esto: @westcol, un sujeto que no debe tener más de 22 ó 24 años tal vez y que ha sido duramente criticado por declarar públicamente que prefiere mujeres humildes porque pueden ser más fácilmente manipulables. Esta declaración, ofensiva, anacrónica y misógina, perpetúa una cultura de abuso y desigualdad. El mensaje que envía es extremadamente dañino, especialmente para sus jóvenes seguidores que pueden internalizar estas ideas tóxicas y replicarlas en sus propias vidas. Y el problema es que tiene un altísimo alcance por lo que las posibilidades de que llegue a influenciar a al menos un pequeño porcentaje de personas es un alto costo para la sociedad.
Esta nueva horda de influenciadores glorifica la riqueza rápida y fácil, perpetuando una cultura de ostentación. Y esto es lo que prendió alarmas en 2022 cuando un estudio de la firma Remitly evidenció que en Colombia y en otros países del vecindario, la consulta más recurrente en buscadores fue “cómo ser influenciador”. Es aspiracional ser como ellos. No importa si de verdad se influencia y con qué mensajes, lo relevante es ser notorio para las marcas y así participar en campañas que sobrevaloran estos contenidos y contribuyen a inflar esta burbuja.
El impacto de estos sujetos en la sociedad puede ser profundo y perturbador. Al trivializar el esfuerzo y la ética, contribuyen a una cultura en la que la apariencia, los retos autodestructivos y la riqueza material se anteponen a todo lo demás. Esto construye un nuevo orden moral entre los jóvenes y se evidencia en hechos como la cada vez menor tasa de matrículas en las universidades. “¿Para qué estudiar si puedo ser ‘influencer’?”.
Los jóvenes necesitan ejemplos positivos que les enseñen la importancia del esfuerzo, la perseverancia y la honestidad. El concepto de ‘éxito’ es efímero y coyuntural porque lo que hoy produce muchos seguidores y ‘likes’ es desafiado al día siguiente por un nuevo reto cada vez más superficial y turbio para capturar la atención de las audiencias borregas. Los algoritmos de las plataformas priorizan la viralidad sobre la calidad del contenido y esto debe ser revisado.
La fascinación por la estética de gánster, la ‘cultura del atajo’ y la glorificación de comportamientos destructivos no deben ser celebradas ni normalizadas y más cuando hay otros verdaderos influenciadores positivos. ¿Qué diferencia hay entre el derroche y la vida de excesos de un Pablo Escobar o de un Rodríguez Gacha de los años ochenta con los Cossio, Epa Colombia o Liendras de estos días? Por ahora la violencia, pero ambas generaciones han hecho mucho dinero a punta de traficar con el consumo de diferentes adicciones. ¿Estamos en la era de la adicción a la idiotez?
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