La muerte de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 fue parte de la conjura que se animó con sectarismo y sevicia en el país contra los cambios que se estaban promoviendo desde el Gobierno liberal.
“Hacer invivible la república” y atizar “el atentado personal”, todo consumado “a sangre y fuego”, como la instrucción de las fuerzas que habían tomado el atajo de la caverna en ese período aciago de Colombia, se convirtió en una forma de hacer política.
Las escaladas violentas contra las poblaciones condenadas a muerte o desplazamiento fueron frecuentes en muchos departamentos marcados por su color partidista.
A pesar del Frente Nacional, con el cual se buscó la pacificación, no hubo una cura efectiva de la violencia. La hegemonía bipartidista no reconoció la realidad de los desajustes que se habían acumulado en la sociedad y además, permitió el abuso del poder, que hizo posible la metástasis de la corrupción por la inoperancia consentida de los órganos de control en el sector público.
La violencia padecida entre el final de los años 40 y los 50 del siglo XX, patrocinada por el Partido Conservador, con Gobierno a su disposición, habría de reproducirse más adelante con nuevos actores, más “la combinación de todas las formas de lucha”.
Entran en escena las guerrillas, el narcotráfico y el paramilitarismo, con variadas ramificaciones de criminalidad. Va más de medio siglo. Y es este desastre el que hay que parar. Por eso hay que poner la mayor voluntad en la construcción de la paz y asumir esta causa como prioritaria.
Sin duda, hay interesados en mantener la guerra, como los hubo en tiempos de la violencia partidista. Interesados en que la de Colombia siga siendo una sociedad desigual, con exclusiones, con negación de derechos a la población vulnerable, con represión a quienes protestan legalmente contra las injusticias de todo orden.
Son los que se aferran a que nada cambie. Los que saben que la paz puede significar salto en redistribución del ingreso, para cerrarla brecha entre quienes tienen en exceso y los que sucumben en la extrema pobreza.
Los que se empeñan en desacreditar las negociaciones de paz saben que con estas el país no está arriesgando nada que pueda descuartizarlo institucionalmente. El descuartizamiento es el que resulta de la violencia de tantos años. Prefieren que siga la carnicería entre compatriotas y que esa hoguera estimule la guerra en beneficio de unos cuantos privilegiados a los cuales no les importa el sufrimiento del pueblo raso. Se complacen con el ideal del exterminio en un afán egoísta, de intrépida torpeza.
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