Se cumplió, el sábado cuatro de mayo, la Marcha por la vida. Y tanto en Bogotá como en todas las grandes ciudades de Colombia, fue masiva la participación; y lo mismo aconteció en muchísimas de las ciudades intermedias y de los pueblos.
Y fue alegre, fue valiente, fue paladino y sin ambigüedades el mensaje que en esa macha transmitían las voces, las pancartas, los lemas cantados, las consignas: no a la muerte, sí a la vida. No al asesinato de los no nacidos, no al crimen de la eutanasia, no a la manipulación de la vida, no a los legisladores y gobiernos que pretenden arrogarse el poder de disponer de la vida de un ser humano.
Nuestros Pastores, en comunicado de la Conferencia Episcopal, en el que se invitaba a participar en la marcha, nos habían dicho: “Conviene que nos pongamos en la tarea de defender la vida, lo cual implica: acogerla, recibirla como don sagrado, ofrecerle todas las oportunidades para que crezca dignamente, asumirla personalmente con responsabilidad… Los obispos católicos de Colombia animamos a promover acciones en defensa de la vida y a asumir el compromiso comunitario frente a situaciones y legislaciones que desconocen el derecho a la vida o atentan contra ella”.
Tras la marcha del pasado sábado, se impone una primera observación: los grandes medios escritos de comunicación, ni siquiera consignaron ese hecho social; ni en El Tiempo, ni El Espectador, ni en Semana hubo siquiera, un renglón para dar cuenta de esa manifestación del sentimiento y la opinión de muchísimos miles de colombianos. Eso, para ellos, los directores de los grandes medios, no es noticia, no les interesa, no tiene la más mínima relevancia.
Si un puñado de forajidos o de desadaptados hace manifestación, perturba el orden público, y atenta contra los bienes comunes, mancilla los más sagrados símbolos de nuestra cultura e incurre en las más procaces formas de irrespeto a la legítima autoridad; o si un puñado de homosexuales realiza una “besatón” (¡qué grotesco atentado contra el buen decir!) para protestar por lo que consideran un atropello, ¡ah!, entonces se les dedican páginas enteras. Pero una acción como la del sábado, masiva, respetuosa, expresiva de auténticos valores humanos y cristianos, cumplida en defensa de los más entrañables y auténticos valores, eso no merece una apostilla… Es algo que desnuda la proterva mentalidad que orienta esos órganos de comunicación.
En el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles que hemos leído en la celebración litúrgica de hoy, encontramos: “ Obedire oportet Deo magis quam homínibus” (Act. 5,29). Hay que obedecer a Dios, antes que a los hombres. Encierra, esta frase bíblica, un principio ético absoluto; un principio cuya negación o desconocimiento es la verdadera causa del desconcierto moral y del vórtice de descomposición social en que el mundo se hunde. Existe una ley de Dios, que el ser racional no puede soslayar, so pena de perder su rumbo; se trata de la ley positiva, consignada en los mandamientos y en la revelación, y de la ley natural, inscrita en la naturaleza misma, en el corazón y en la mente del ser humano.
Nos dice el Vaticano II : “La norma suprema de la vida humana es la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios dirige el mundo universo y los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor” (Dignitatis humanae, 3). “ En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer” (Gaudium et spes, 16).
El Catecismo nos enseña que “ la ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir, mediante la razón, lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira…muestra al hombre el camino que debe seguir para alcanzar su fin…contiene los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral…La ley natural, presente en el corazón de todo hombre y establecida por la razón, es universal en sus preceptos y su autoridad se extiende a todos los hombres…es inmutable y permanente a través de las variaciones de la historia…proporciona los fundamentos sólidos sobre los que el hombre puede construir el edificio de las normas morales que guían sus decisiones…” (CEC, 1954 a 1960) “El ejercicio de la libertad, afirma San Juan Pablo II, implica la referencia a una ley moral natural, de carácter universal, que precede y aúna todos los derechos y deberes” (Veritatis splendor, 50) Ni siquiera la ceguera y la maldad humana pueden destruir la ley divina natural. Dice San Agustín, en el sublime libro de las Confesiones : “ lex scripta in cordibus hominum, quam ne ipsa quidem delet iniquitas” (Cfr. Compendio de la Doctrina Social, Conferencia Episcopal de Colombia, 142)
A la luz de esta incuestionable doctrina, las decisiones de instituciones legislativas o judiciales, cualquiera sea su naturaleza, - llámense Cortes, o Congreso, o tribunales de cualquier nivel-, que van en contravía de la ley natural son por naturaleza írritas; jamás podrán hacer que un homicidio – y lo son el aborto y la eutanasia – por el hecho de ser “legales” dejen de ser crímenes abominables. Anda descaminado quien identifica lo legal con lo bueno. Y, porque “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, ninguna autoridad humana puede obligar a una persona, o a una institución, a cometer un asesinato. Y resulta aberrante toda pretensión de establecer como un “derecho” el disponer de la vida de otro ser humano.
Plegue a Dios que todos nosotros seamos capaces, con nuestro testimonio, nuestras palabras y nuestras acciones, de vivir en una permanente “marcha por la vida”.
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