Sin la menor duda, el secuestro es uno de los crímenes más abominables que pueden cometerse en una sociedad humana. Cualesquiera sean las razones con que se pretenda justificar lo que jamás, en ninguna parte, será justificable. Cuando se trata de hacer de la víctima una mercancía, por el secuestro extorsivo, se está atentando en la forma más vil y execrable contra la dignidad del ser humano, al que se convierte en objeto de repugnante y criminal compraventa; los perpetradores de un secuestro se muestran como los más abyectos y desalmados enemigos de la sociedad.
El gobierno que para desgracia de nuestra querida Colombia va a cumplir pronto un año de gestión ha dado tantas pruebas de su desvergüenza y de su desconocimiento o desprecio de toda norma moral, que uno podría pensar que ningún exceso, ningún desvarío, ninguna barbaridad proveniente de quien, con muy dudosa legitimidad, nos rige, resulta increíble.
“Colombia va mal”: así estaba estampado en la carátula del N° 2127 de la revista Semana, a mediados del mes de marzo. Desde entonces, han venido desarrollándose hechos de toda índole, tan graves y nefastos que justifican el adverbio con que yo le atribuyo un grado de superlativo a la deplorable situación de nuestro pobre país. No vamos mal, vamos muy mal. Los presagios que nos atenaceaban cuando, para desdicha de la patria, el pueblo colombiano eligió a quien hoy lleva el título de presidente de la república, quedaron muy cortos. En los pocos meses de su desgobierno el país ha rodado por un despeñadero, cualquiera que sea el aspecto de su vida que se analice.
Sí, sin duda: admirable y digna de todo encomio fue la llamada “operación esperanza”, gracias a la cual fueron hallados y rescatados de la selva inmisericorde los cuatro niños indígenas sobrevivientes de un accidente aéreo, tras permanecer por más de cinco semanas perdidos en la manigua.
La Iglesia de Dios es santa. Así lo profesamos en el Credo. Lo es por su divino Fundador; lo es porque la asiste el Espíritu Santo; lo es porque a ella le confió Jesucristo los tesoros de la salvación y santificación de los hombres; lo es porque en ella, a lo largo de los siglos, se han dado y siguen dándose frutos espléndidos de santidad y perfección. Sí, es santa. Pero es al mismo tiempo pecadora. Lo es en nosotros, débiles y míseros; lo es porque, al propio tiempo que divina, es humana. Y así, divina y humana, santa y pecadora, se reconoce a sí misma. Y a lo largo de su historia milenaria, no pocas veces el miserable barro de quienes somos sus miembros ha empañado el esplendor de su rostro.
He visto en estos días, en la prensa escrita y en otros medios, unos cuantos de los muchos análisis que se han hecho de los cien primeros días del gobierno actual. Y percibo un país sumido en una terrible perplejidad.
Una de las características de todo buen católico, es el amor a la Iglesia. Y éste tiene, entre sus manifestaciones irrenunciables, el amor al Papa. Un amor que hunde sus raíces en la fe: es que creemos que el Sumo Pontífice es el Cristo visible, aquel que ha sido puesto por Dios para conducir la grey, como Pastor supremo, hacia los prados eternos; es que profesamos que el Espíritu Santo cumple en él, de manera especial, la promesa hecha por Jesucristo a los Apóstoles; es que cuando en el Credo confesamos nuestra fe en la apostolicidad de la Iglesia, estamos proclamando nuestra convicción de que el Papa es el auténtico sucesor de Pedro.
He escuchado varias veces la declaración del señor Arzobispo de Medellín, en la que informa que entregará y además hará pública la información que el canalla Luis Carlos Barrientos le ha exigido acerca de algunos sacerdotes de la Arquidiócesis; exigencia que ha recibido el aval de la Corte Constitucional, y de una jueza de Medellín.