en un nuevo proceso de paz para Colombia, esta semana dijo el presidente que “a estas alturas, lo mejor es que no se metan, que esperen a que si el día de mañana se presentan las circunstancias, pues ya veremos cómo procedemos”.
Y después fue más enfático: “La llave del diálogo está en mi bolsillo y no permitiré que nadie juegue con ella”.
Ésta sin duda es casi toda la verdad, pero la cosa no es así de sencilla.
Es verdad que sólo los comandantes de los ejércitos enfrentados pueden dar la orden de cesar las hostilidades o firmar capitulaciones; la guerra afecta a todos los ciudadanos, pero sólo los mandos militares pueden hacer que callen los fusiles. Y la Constitución afirma sin más vueltas que el “Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas” es el Presidente, y que a él corresponde “conservar el orden público y restablecerlo donde fuere turbado”.
De aquí se sigue que el presidente es quien tiene la última palabra, pero no se sigue que nadie más pueda intervenir. El argumento entonces no es de autoridad, sino de conveniencia para lograr que el diálogo realmente conduzca hacia la paz.
Colombia en esto tiene muchas experiencias, y el propio Santos participó en algunas. La más recientes están desacreditadas: la del Caguán, que fue un fracaso redondo, pero también, del otro lado, la de “Justicia y Paz” que dejó mil cicatrices.
Algunas otras sin embargo fueron exitosas, como las de Barco y Gaviria con el M19, el EPL, el PRT y el Quintín Lame (es bueno recordarlo porque, “a estas alturas” de algo sirve pensar que la paz en Colombia sí es posible).
Las experiencias de aquí y de otros muchos países muestran que sí es mejor negociar sin injerencias. Primero porque la paz es demasiado seria para dejarla en manos de los espontáneos o los aficionados.
Segundo porque se trata de convenios complejos donde las partes exploran distintos escenarios pero “nada está acordado hasta que todo esté acordado”.
Tercero porque negociar es conceder y lo más afectados dentro de cada bando hacen presiones que abortan el proceso. Cuarto porque las disidencias o diferencias de opinión internas complican sobre modo los cálculos y el juego.
Quinto porque además hay intereses privados o sectoriales (o extranjeros) y los vivos aprovechan para hacer sus diligencias personales (como se vio, digamos, en el desfile interminable del Caguán).
Y sexto, pero no menos importante, porque la “opinión pública” puede obligar al gobierno a levantarse ruidosamente de la mesa (así los atentados y secuestros sean por definición posibles mientras la guerra no se haya terminado).
Y sin embargo también muestra la experiencia que los acuerdos de paz no son posibles sin la injerencia activa de muchas fuerzas sociales. Primero porque la guerra es demasiado horrenda para dejarla en manos de una sola persona (recuerdo acá que Nixon tenía un “plan secreto” para acabar la guerra de Vietnam…y Santos va a cumplir dos años de gobierno).
Segundo porque ni Santos ni “Timochenko” podrían firmar sin consultarles a otros poderosos (el Congreso, el ejército, los gremios y los gringos, del otro lado los jefes de los “frentes”).
Tercero porque algunos de los poderosos son quienes más se benefician de la guerra y la razón por la cual la guerra se mantiene: la paz, por eso, tiene que ser exigida e impuesta desde la sociedad y la ciudadanía. Cuarto porque en Sudáfrica o en El Salvador, en Irlanda o también en Colombia los mediadores discretos jugaron papeles decisivos al construir confianza, hacer exploraciones informales, resolver impasses, servir como garantes y aclimatar los procesos de paz.
Así que el presidente tiene sin duda la última palabra y nadie debe darle consejos no pedidos. Pero sin duda todos los demás tenemos el derecho y el deber de conversar y discutir y trabajar en busca de la paz.
Ante la lluvia de propuestas de “personajes nacionales e internacionales que mandan razones, que quieren crear un grupo, que quieren intervenir”
Credito
HERNANDO GÓMEZ BUENDÍA
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