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Vivir en copropiedades nos enseña urbanidad, civismo y las buenas maneras que requiere una sociedad para mantener su armonía y progresar. Se aplica aquello de que “mi derecho llega hasta donde comienza el de mi vecino”; facilita también el entendimiento de conceptos algo abstractos como la “función social de la propiedad” o la “equidad tributaria”, pues del justo cálculo de una contribución proporcional y suficiente depende que las unidades privadas no se deprecien sino valoricen. Algo similar a lo que le ocurre a una ciudad o nación cuando tiene gobernantes que invierten honesta y sabiamente los impuestos.
Pues bien, en una de las asambleas a las que asistí presentaron para aprobación la condonación de las cuotas de administración a cargo del constructor, que se demoró dos años en escriturar algunos apartamentos ya entregados. Lo insólito fue que los copropietarios morosos procedieran a votar el perdón de su propia obligación e hicieran mayoría en perjuicio de sus vecinos cumplidos.
En otro edificio se gastaron la totalidad del fondo de reserva contratando servicios con parientes de los integrantes del Consejo. Como consecuencia, las cuotas de administración subieron en demasía y quienes nos atrevimos a cuestionar fuimos insultados por “sapos”, ante la indiferencia de quienes miraban con desespero el reloj, esperando que la reunión terminara cuanto antes.
El asunto no es baladí. La defensa de lo público y colectivo es un deber que ejercen celosamente las sociedades desarrolladas.
Por el contrario, el desdén frente a los bienes comunes y su menoscabo son una muestra de atraso y subdesarrollo. Por ese mismo camino hemos llegado a tolerar que los cacos roben tapas de alcantarilla o desarmen puentes peatonales para reducirlos con chatarreros que los compran sin reato. También, que en aras de la protesta social se justifique el incendio y la destrucción del mobiliario público, y los jueces dejen libres a ladrones y vándalos.
Pareciera que nuestra Constitución esté siendo sustituida por un “pacto social” de facto, consistente en permitir el saqueo del patrimonio común, en lo grande y lo pequeño, pues a todos les llegaría su “legítimo turno para aprovechar”. El mal ejemplo cunde.
El descaro con el que actúa la élite gobernante comienza a ser imitado en otros escenarios, como juntas de acción comunal, asociaciones de padres de familia y consejos de administración de cooperativas, fundaciones, iglesias, universidades y copropiedades.
Nuestro subdesarrollo es cultural. Pobreza, violencia y corrupción son el resultado de grietas morales, como la impunidad judicial, social y política. No puede ser que las mismas manos que saquean el erario repartan condecoraciones para exaltar las virtudes cívicas de sus alcahuetes. Que en lugar de defender el bien común los ciudadanos que han tenido la oportunidad de adquirir una casa propia “coman callados”, esperando que les llegue su “cuarto de hora”.
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