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¿Las pruebas supremas de que estamos ante el máximo grado de civilización posible? Que un puñado de potencias y trasnacionales se quedan con una porción cada vez mayor de la riqueza global, que pululan el desempleo, la pobreza, el hambre y la corrupción, que convirtieron el consumo enfermizo en una droga capaz de idiotizar y que solo algunos países pueden aspirar de verdad a la modernidad capitalista.
Todo iba bien para sus falacias hasta cuando apareció el Covid-19 (Coronavirus). ¡Y ahí fue Troya! A la vista quedaron las lacras de la globalización, en especial las que tanto ocultaron en países como Colombia, a los que nos imponen lo más destructivo que se le pueda imponer a un país: no poder emplear productivamente a su población ni explotar adecuadamente las riquezas de su territorio, desgracias que están en la base de sus restantes y gravísimos problemas. Y que la pandemia nos dará más duro que a otros en términos económicos y sociales y de salud, en razón de nuestras debilidades de todo tipo.
A los países desarrollados –digamos de 30 mil dólares y más de producto por persona al año e industrializados– la pandemia los afecta de forma diferente. Porque ellos sí pueden recurrir a sus fuertes estructuras productivas y de empleo y a sus poderosas tesorerías públicas para enfrentar con vigor las emergencias combinadas. Porque mientras el respaldo oficial por habitante en esta crisis en Colombia apenas llega a 166 dólares, en la Unión Europea y Estados Unidos han aprobado 7.848 y 6.728, respectivamente, es decir, 47 y 40 veces más.
Ante estas realidades, crecen las críticas a la globalización existente, las cuales no rechazan las relaciones internacionales sino que cuestionan cómo deben ser, según sean sus efectos positivos o negativos en las personas y los países, a la par que plantean como derecho humano que todas las naciones podamos acceder, plenamente, a los avances de la modernidad.
Pero también se oyen voces que no comparto que señalan la muerte de las concepciones económicas, políticas e ideológicas que le dieron base al neoliberalismo, simplemente vencidas, dicen, por lo numerosas y repudiables realidades de todo tipo que puso al desnudo la pandemia del Covid-19. Y no las comparto porque ni en Colombia ni en ningún otro país ni uno solo de sus promotores y beneficiarios ha renunciado a esas teorías y prácticas, en tanto sí son muchas las evidencias que muestran que andan aprovechándose de las oportunidades que genera la crisis. Aquí, con esas ideas se sigue gobernando el país y aparecieron el presidente Duque suspendiendo los aranceles al maíz, la soya y el sorgo y el gobierno de Estados Unidos induciendo a sus productores a aumentar las ventas de comida procesada en Colombia, dos ataques más a la seguridad alimentaria nacional.
Es posible que esa apreciación equivocada provenga de la actual y fuerte intervención del Estado en todos los países. Pero porque no entienden que dicha intervención es cada vez más imprescindible en cualquier economía de mercado, en especial en sus crisis, como ocurrió en 2008 y sucede ahora, pero en estos casos no la usan para modificar las concepciones neoliberales sino para apuntalarlas, a pesar de su fracaso para resolver las necesidades de cada país y del mundo. Lo que nos corresponde entonces a los colombianos es construir el más amplio pacto nacional posible –con los sectores populares, las capas medias y el empresariado–, en torno a defender, entre otros puntos, la producción urbana y rural, el trabajo formal y los derechos ciudadanos, el ambiente, la democracia auténtica y las relaciones internacionales con beneficio recíproco.
Coletilla: no dejen de leer la entrevista sobre estos asuntos del industrial colombiano Jimmy Mayer, con opiniones que le señalan un rumbo acertado al país.
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