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No podemos hablar de una democracia auténtica si, a partir de una coyuntura especialmente difícil, desbaratamos todo y volvemos a comenzar, sin dar oportunidad de operación al sistema de frenos y contrapesos, equilibrio y mutuos controles; sin que las soluciones institucionales tengan lugar, provocando o promoviendo vías de hecho ajenas al orden jurídico.
Así, ante la grave situación generada por la imputación de varios delitos al hijo del presidente de la República y a su expareja, cuando no se tiene nada claro -apenas iniciado el proceso penal- y solamente con base en confusas declaraciones y pruebas aún desconocidas en su integridad, no valoradas ni confrontadas por los jueces competentes, no es lo más democrático salir a proponer la renuncia del presidente o un juicio político en su contra, sin mayores elementos de juicio.
Hay que dejar que las instituciones operen. Desde luego, nadie está por encima del ordenamiento jurídico. Quien haya delinquido debe responder y se le debe aplicar con todo rigor la consecuencia penal correspondiente. Pero eso no se decide en las salas de redacción o las carátulas de los medios de comunicación, en los micrófonos, ni en las redes sociales, ni en una encuesta, sino en los estrados. Una vez culminado el proceso penal, mediante sentencia, con plena garantía del debido proceso, del derecho de defensa, del derecho a la prueba, la valoración y análisis de lo que se entienda probado según la ley.
Ahora bien, lo único que hasta ahora ha tenido lugar en el proceso, además del innecesario espectáculo de la captura, ha sido la imputación y la decisión judicial sobre medida de aseguramiento, sin privación de la libertad, aunque con las naturales restricciones a los imputados. Nada más.
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