Irrefutablemente la Paz es la voz de la humanidad, es la política integral de los Estados, es el anhelo y clamor de los pueblos, es el bien supremo del hombre. Por ello definirla, inspirarla, idearla: polariza las relaciones, polariza los esfuerzos, polariza las aspiraciones políticas, polariza las esperanzas de los electores.
Intentaré, adentrarme a lo que debe ser el concepto auténtico de la Paz: es difícil, pero es también indispensable, bajo la actual coyuntura política: ésta debe concebirse como el resultado del verdadero respeto del hombre, y no hay respeto si no hay justicia. Estas son las máximas que la convierten en el vértice de todo, despojándola de las seudoconcepciones que la alteran y deforman. De ahí que no debe existir gobierno, ni ideología, ni interés político que pueda adueñársela, ni detractor que pueda obstaculizar el camino abonado por otros para alcanzarla.
Parodiando la frase de François Guizot de que “Los pesimistas no son sino espectadores. Son los optimistas los que transforman el mundo”: digamos ¡basta! Dejemos de ser espectadores de los hechos siniestros, dejemos de ser escépticos ante el diálogo y la conciliación, zafémonos de ese infamante estigma del conflicto, de ese fardo siniestro y adentrémonos a la actitud optimista que nos permitirá practicar consensos reivindicatorios; ésta es la única manera de contrarrestar ese largo camino bélico, brutal, fratricida y estúpido, y la única posibilidad segura para luchar por una Paz estable, justa y humana.
Sólo con esa dimensión se podrá trabajar por una Justicia Social con oportunidades equitativas para acceder a la salud, a la educación, a la vivienda, al trabajo, entre otros derechos.
“Si quiere la Paz, trabaja por la Justicia”, fue el mensaje del Papa Pablo VI, en su cartae encíclica Populorum Progressio del 26 de marzo del 1967. El Sumo Pontífice ilustra con esta afirmación una premisa incontrastable: no podemos concebir la terminación del conflicto y la paz.
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