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Y es que más allá de hacerlo en carro, taxi, buseta o Uber, quienes caminamos la ciudad, literalmente hablando, somos testigos desde hace unas semanas del consumo desenfrenado del tal “bóxer”, pegamento o caucho, contenido en una bolsa o en frascos. Tal vez, sea porque colegios, universidades y otras instituciones ya están abiertas y, por tanto, hay de nuevo más muchachos en las calles; por lo cual se observa a jovencitos, colegiales, habitantes de la calle y hasta ambulantes en parques y espacios abiertos de la ciudad “oliendo” o “chupando” de ese químico.
Aquí nombro algunos de esos lugares donde es recurrente dicha actividad, solo para que tomemos la dimensión real del asunto. Basta con pasar a cualquier hora, pero de manera especial en la tarde y noche, por parques como el ubicado a un lado de Home Center, en la Pedro Tafur o calle 80; en varios de los parques al interior de las primeras etapas del Jordán; el de la calle 70 con 6; así como el que queda a una cuadra detrás de Multicentro hacia la Guabinal; el de Santa Helena antes de llegar a la iglesia por la calle 42; los de los alrededores del Estadio Murillo Toro; el de la Avenida Fantasma cerca al colegio Leonidas Rubio; el del Mohán por la 28, el del barrio El Yuldaima, en Belén cerca al Museo de Arte, la Plaza Manuel Murillo Toro o el Parque Centenario; para percatarse de lo que allí sucede y las escenas que se observan. Ojalá el espacio anexo al Panóptico en el Centro, en poco tiempo, no se convierta en otro “consumidero de bóxer” a cielo abierto.
Lo que se sabe médicamente por los toxicólogos es que la inhalación de esa sustancia impide que el oxígeno llegue al cerebro y a los tejidos, lo que puede ocasionar infartos, disminución de las capacidades de relación social y cognitivas. Además, como las células del cerebro no se regeneran va generando atrofias de todo tipo en ese órgano y en otros del cuerpo humano. Produce daños hepáticos y una adicción casi instantánea. Alucinaciones en segundos, mareo, visiones, alteraciones del sistema nervioso, pérdida de la razón y del conocimiento. También, dependencia psicológica. Según se sabe es a través del llamado “bóxer” que muchos jóvenes inician su consumo de otros alucinógenos.
Para expertos del Instituto Nacional de Salud el gran problema es que este tipo de adicciones “secuestran partes del cerebro”, destruyen regiones cerebrales especialmente las que tienen que ver directamente con la superviviencia y las ganas de vivir, lo que hace cualquier recuperación mucho más compleja.
Hace algunos años George Koob, director del Instituto Nacional de Abuso de Alcohol y Alcoholismo (NIAAA por sus siglas en inglés), afirmó contundentemente que: “De hecho, el cerebro cambia con la adicción y se necesita mucho trabajo para lograr que vuelva a su estado normal”. Es decir, nada que ver con el imaginario generalizado de que se trata solamente de un acto de voluntad, dejar de consumir la sustancia y con eso basta, con una simple decisión de estirpe moral de elección. Ahí está el error.
Lo más triste de todo esto es que pareciera que el “bóxer” es el preferido por el fácil acceso a él, porque cualquiera, incluyendo menores, lo pueden comprar en una ferretería de barrio, almacén de gran superficie o donde vendan este tipo de materiales industriales o químicos. El problema está creciendo o se está manifestando rápidamente y esparciendo en la capital tolimense a simple vista, debido a que las restricciones sociales de aislamiento cedieron dada la nueva normalidad y a la aparente tranquilidad social desarrollada frente al Covid-19, que nos obligó a encerrarnos y vivir las calamidades de una pandemia.
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